miércoles, 19 de julio de 2017

             Minguito: cuando un gomía se va...el 20 de julio

                                         

       Al pequeño itinerante le era indistinto el destino de turno que motorizara el anhelo de su papá Juan, tornero de profesión, de brindarle el mejor porvenir a su humilde familia. Ya fuese en Caballito, La
Paternal o Flores, el observador "atorrantito de barrio", tal como se autodefinió en alguna
oportunidad, se entregaba a un ineludible ritual: estudiar minuciosamente los ademanes, tics y vicios idiomáticos de sus vecinos.
       El pormenorizado examen al que sin aviso sometió a su entorno, gracias al que concibió un primitivo saltimbanqui de jocosas morisquetas, captó la atención del guardián de una de las tantas plazas que a su tierna edad frecuentaba, quien le sugirió a mamá Ángela que llevara a su -único- hijo al Teatro Infantil Labardén -actual Instituto vocacional de arte Manuel José de Labardén- , pues allí trabajaba un allegado suyo que intercedería ante la directora del establecimiento, María del Carmen Martínez Paiva. La señora no dudó: peinó a su vástago a la gomina, lo vistió formal y cepilló ¡dos veces! su aún delicada dentadura. La elegancia del actor en ciernes encubrió un pavor intenso que solo se disipó al serle aprobada su caracterización de un mono que ejecutó al recordar repentinamente el aspecto de monigote de un vendedor callejero, el Muñeco Pedroza. Y quedó. Y gustó.
      Fue el acto fundacional de la fecunda trayectoria de Juan Carlos Altavista, nacido el jueves 4 de enero de 1929 en el Hospital Durand (1), al igual que Mingo o Minguito. Porque así lo llamaron siempre, aunque el alias en cuestión tuviera que pugnar inicialmente con los íntimos Pocho, Bicho o Nene aun cuando su auspiciosa presentación absoluta sobre el escenario, después de la cual concluyó que la improvisación apenas si podía considerarse uno de los tantos recursos de que dispone todo artista integral que se precie. De allí el amplio espectro de formación al que en lo sucesivo se abocó: zapateo, baile criollo, danza clásica, guitarra y declamación, como así también piano, teoría y solfeo.
      A instancias de su cultivada instrucción...artística, que contrarrestó su prematura deserción escolar en tercer grado de la enseñanza primaria, a Altavista, de solo 13 años de edad, le fue ofrecido debutar en la industria cinematográfica en virtud del rodaje de la película Melodías de América (1942), dirigida por Eduardo Morera y protagonizada estelarmente por Pedro Quartucci -otrora exitoso boxeador que cosechó una medalla de bronce en la categoría peso liviano en los Juegos Olímpicos de París 1924-, José Mojica y Silvana Roth. La escasa repercusión redundante de su estreno en la pantalla grande se replicó al año inmediatamente posterior en el filme Juvenilia, en el que personificó a un estudiante adolescente del Colegio Nacional de Buenos Aires, no obstante los cuatro Premio(s) Cóndor de Plata con que fue galardonada la segunda producción en la que Minguito intervino. Ni siquiera mitigó la desazón que signó el despuntar de su carrera la filmación del largometraje Cuando en el cielo pasen lista, en 1945, en el que se constituyó como figura excluyente Narciso Ibáñez Menta, uno de sus máximos referentes de la actuación junto con Luis Sandrini y Francisco Petrone.

                                           

      Aun apesadumbrado, el joven artista se juramentó no cejar en su afán de forjarse una carrera próspera. Su ambiciosa tentativa de resurgimiento consistió en planificar una delirante gira con escala final en el mismísimo Arco del Triunfo de Paris, a bordo de un ¡¡¡ remozado colectivo de la línea 60
modelo 1946!!! Sin embargo, la expedición, denominada Gran Compañía Artística de Juan Carlos Altavista, apenas se extendió hasta  Lima, Perú, en la que -según sus propias palabras- solo solicitaron sus servicios para "alguna rascada en radio como 'galán argentino'".
      Papá Altavista murió -y vivió- soñando. "Cuando llegue el plástico, nos hacemos millonarios", garantizaba el matricero, torno en mano. En contrapartida, su descendiente, Mingo, añoraba plasmar en la realidad su más preciado deseo. Habían vuelto los oficios terrenales, el hambre, la mishiadura. "Llegué a tirar la manga para ver si me daban, aunque fuera, una banana", confesó sin prurito.
      Lo que el novel actor desconocía era que la realización de su obra cumbre distaba abismalmente de contemplar un inacabable periplo conduciendo un recauchutado micro de rumbo incierto . Por el contrario, bastaba con estrechar lazos con un socio, un tocayo...un gomía, bah, que curtiera el mismo rioba.



                                       La fórmula del ésito, ¡sí, señó!        
                                                  


     De las múltiples funciones en las que se desempeñó, ya fuese como cantante, escritor o dramaturgo, Juan Carlos Chiappe destacó principalmente como actor y autor radioteatral. Ideólogo, entre otros, de memorables títulos como Juan sin Ropa, Pablo Garmendia está solo o El caserón de los barrios, los mismos fueron interpretados en el éter por notables de la talla de Francisco de Paula, Delfy de Ortega, Sergio Malbrán, Pedro López Lagar y una ascendiente María Eva Duarte -aún no "de" Perón ni tampoco bautizada como Evita-,  y difundidas por emisoras prestigiosas como Radio Mitre, Splendid, Antártida o Porteña. Inclusive, sus magistrales obras trascendieron los confines del radioteatro para ser reproducidas en cine, tal el caso de Nazareno Cruz y el Lobo (1975), bajo la dirección de su íntimo Leonardo Favio, quien convocó para la ocasión a figuras de renombre como Alfredo Alcón, Lautaro Múrua, Juan José Camero y Elcira Olivera Garcés; y en televisión, como ocurrió con Pelear por la vida, en 1983, con la participación estelar de Graciela Borges y de Carlos Monzón, ya retirado de la práctica activa del pugilato, luego de defender victoriosamente en 14 oportunidades su corona mundial de peso mediano de la Asociación y Consejo Mundial de Boxeo.
     Más allá de su permanente interacción con artistas encumbrados, otro tanto hacía el denominado 
Rey del Radioteatro popular con actores ignotos y/o incipientes. Fue así que, consumada la enésima de sus creaciones, Por las calles de Pompeya llora el tango y la Mireya, en 1956, Chiappe confió en las aptitudes de Juan Carlos Altavista para que encarnara el peculiar papel de ciruja, de primordial protagonismo en su nueva comedia teatral.
    Dotado ya de una considerable experiencia en las lides cinematográficas luego de integrar el elenco, entre otras, de películas como Corazón, una de las cuatro en las que participó en 1947, en compañía -una vez más- de Narciso Ibáñez Menta; Los Pérez García, en 1950 ;  y Pocholo, Pichuca y yo, en 1951, Mingo aceptó gustoso el ofrecimiento no sin antes requerir un estudio previo del grueso libreto de que comprendía la radio comedia, con objeto de interiorizarse de su rol.
     Disconforme con la lectura preliminar, el emergente valor resolvió compenetrarse con la acuciante realidad que imperaba en los dominios del exvertedero municipal de residuos conocido como La Quema, ubicado en Parque Patricios, al tiempo que recorrer las adyacencias del Bañado de Flores -en donde hoy se emplaza el Parque Almirante Browndelimitado por el barrio homónimo, Villa Soldati, Villa Lugano y Villa Riachuelo- y del Camino Negro de Lomas de Zamora; campos fértiles para la proliferación de mendigos, linyeras y poligrillos.
     Fruto de la sociedad a modo de tándem en la que Chiappe aportó su intelectualidad y Altavista su exploración marginal , se produjo el nacimiento de una de las estrellas más resplandecientes de la constelación artística argentina: Minguito Tinguitella. A la obviedad del nombre -¿o sobrenombre?- de la prodigiosa criatura se contrapone el curioso origen de su apellido, que alude a un amigo carnicero del eximio libretista radioteatral.

                                                   

      Acaso por el duelo no elaborado que le significó por siempre su fallecimiento debido a que se ausentó en el momento crítico para despedirlo como hubiera deseado, Mingo arropó al personaje a imagen y semejanza del atuendo de su padre: sombrero arrabalero y bufanda estilo escocesa -funyi y echarpe, respectivamente, en consonancia con el léxico empleado por Tinguitella-, así como pantalones que parecían tres cuartos- apenas sostenidos por un holgado cinturón- que, después de todo, combinaban modestamente con el saco y la camisa a tono, aunque no con las pantuflas peludas que completaban la vestimenta. De esa manera, se logró atenuar el excesivo aspecto marginal que en comparación caracterizaba al Minguito original. Eso sí, el escarbadiente -probablemente un "souvenir de cantina", de acuerdo con su propio testimonio- corresponde a su autoría: sustituyó al cigarrillo que al actor le habían prohibido terminantemente sus médicos, al igual que el whisky, el vino y la timba.
      Con Chiappe definitivamente convertido en su fiel libretista -y ami...¡gomía!-, se multiplicaron las propuestas laborales que a Altavista le arrimaban para desenvolverse en el mundo del espectáculo. Incluso, en un medio de difusión entonces en vertiginosa vía de expansión como la televisión -que en nuestro país irrumpió en 1951-, no solo como exponente de los programas líderes en audencia sino asimismo como protagonista de avisos publicitarios.  
    En el aspecto sentimental, a su vez, se prestó a vivir el amor de su vida, aunque no a solas, justo cuando su corazón se disponía a latir más fuerte que nunca antes...

                   
                                                                                                                     
                                                       El cazador casado
                                                     

              -¿Quién es?, preguntó el embelesado hombre de 31 años a Thelma del Río.
              -Raquel Álvarez -respondió la actriz y vedette- Creo que nació en Madrid.
              -Presentamelá- así, con tilde en la última "a", exigió por fin el susodicho.

      El curioso diálogo se produjo en el crudo invierno de 1960, en un pasillo del antiguo Canal 9. La belleza española, que no era madrileña sino oriunda de la ciudad de León, lucía un llamativo teñido colorado que, en realidad, era lo que menos había cautivado a Minguito. No quiso esperar a que del Río se la introdujera, por lo que se las ingenió para provocar el primer acercamiento en el bar del canal, en un intervalo de Tío Quique, el programa en el que actuaba la beldad europea junto con Silvia Legrand, gemela de Mirtha. Congeniaron enseguida...
      Tanto, que contrajeron nupcias un año y medio más tarde, el 2 de diciembre de 1961. Los hijos,
MaribelAna Clara y Juan Gabriel, en ese orden, tampoco se hicieron rogar. Fue entonces cuando
Altavista se animó a definir a la suya como una "familia de fierro". La disfrutaba el doble, no por el tiempo físico que le demandaba su trabajo, sino porque la plenitud que alcanzó con sus seres queridos había estado precedida por un período en que -justo a él- lo había invadido el pánico escénico. Penurias económicas al margen -que las hubo-, lo que lo paralizó en tres momentos puntuales de su historial familiar fue el advenimiento de cada uno de sus hijos."Che, ¿ cómo hay que educarlos? Yo, de educar hijos, no sé una pepa", preguntaba y se confesaba ante quien quisiera escucharlo.
      En principio, ejerció una suerte de paternidad responsable. Para ello, aglutinó la sabiduría del médico pediatra Florencio Escardó con la psicología literaria de Jean Piaget, que devoró hasta la saciedad. Pero un buen día, se cansó de posturas forzadas y le preguntó a su esposa Raquel: "¿Qué te parece si tiramos todo por la borda y los criamos al uso nostro? No robar, no mentir, ser buenos...vos sabés."
      Para él, decir la verdad se había convertido en un precepto irrenunciable más por conveniencia que por convicción. Aprendió literalmente a los golpes a no faltar a la verdad: tendría unos 10 años cuando ingresó al taller de tornería del padre y robó una canilla de bronce para vendérsela por irrisorios 50 centavos a Mascafierro, reducidor de poca monta de sórdidos conventillos. En cuanto papá Juan descubrió la osadía, los inmisericordes cinturonazos hicieron mella en su travieso descendiente. "Mormoso me dejó", según evocó en alguna ocasión ya desarrollada holgadamente su trayectoria artística.
     Desde ya, ni el despiadado tormento que le infligió su progenitor pudo equipararse a las cruentas
laceraciones que le reportó su experiencia en una de sus más ignoradas aficiones: la caza. Munido de armas largas, cuchillos e incluso arco y flecha, Altavista, quien añoraba vérselas con fieras embravecidas como tigres o panteras, pero que solo llegó a batallar contra chanchos moros y pumas hervíboros -por lo inofensivos-, se internaba con idéntica avidez en el delta de San Fernando, a la altura del mismo río Capitán (Tigre) en el que durante sus mocedades recolectaba, a nado, las "frutas que caían de las chatas", como en inhóspitos montes y selvas. Así saciaba parcialmente su espíritu intrépido, pues jamás se atrevería a cristalizar su fantasía de correr carreras de autos y lanchas ni su "verdadera locura" -de acuerdo con su textual testimonio- de ser piloto de avión.
     Nobleza obliga, no fue la suya la mayor manifestación de arrojo de la familia Altavista, sino la de su esposa Raquel. "Una vez me atacó un perro lobo. De pronto, me sangraban el brazo, el pecho, las nalgas. Le tiré una puñalada, pero el cuchillo era plegable y se cerró. Estaba hecho para comer asado, no para matar. Me salvó mi mujer, que enfrentó al perro y le partió una silla en la cabeza", confesó el frustrado cazador.
     La ansiada revancha, pautada en la zona de influencia de Río Olimar (Uruguay), lindante con la frontera brasileña, jamás se concretó. Lejos de corporizarse en la fiereza de un indómito felino o un famélico cánido, su acérrimo contrincante se alojaba en su fuero más recóndito. Ahogado, creyó sucumbir. En un santiamén, lo trasladaron en un catramina desvencijada a lo largo de 70 kilómetros hacia la cura elemental de un médico rural, que revitalizó a Altavista con un simple masaje en sus párpados.
     Minguito acusaba exactamente cuatro décadas de existencia cuando le fue diagnosticado el Mal de Wolff-Parkinson y White, síndrome congénito que provoca taquicardias paroxísticas. En ese cuadro, el corazón puede pasar repentinamente de 80 a 300 latidos por minuto. Despojado de indescifrables tecnicismos, el convaleciente actor aventuró, en cambio, el siguiente diagnóstico: "Tengo un conducto falso en el cuore...es lo único falso que tengo".
      Se rubricó, por tanto, un implícito pacto de sangre, aunque en la letra chica se incluyera una claúsula de rescisión unilateral a los 20 años impuesta por su traicionero bobo que, por supuesto, Mingo no leyó.Eso sí, ni siquiera su reverencial temor a la muerte oficiaría de retén para con su inexorable marcha hacia el afianzamiento como artista irremplazable. (Continuará).


     (1) Si bien Minguito declaró en más de una oportunidad haber nacido en La Paternal, en donde transcurrió gran parte de su infancia y preadolescencia, el Hospital Durand se erige exactamente en la avenida Díaz Vélez 5044 del barrio de Caballito.

   













                           



                           


      

                              


                                      


               


                                     

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