viernes, 29 de noviembre de 2019

Independiente...mente de la herencia futbolística recibida

                                                                     
     A priori, la resolución de la crucial instancia no admitía matices. Las opciones a adoptar no bien definida la serie se oponían diametralmente: 1) el llanto en el que solías debatirte cada vez que tu cuadro favorito perdía enfrentando a un rival que lo tenía alquilado ; 2) la más acabada exhibición de la traición que le tendiste a tu padre rompiendo EL código del hincha futbolero. Tu primitivo instinto de bostero converso, condición que ejercías exactamente desde el domingo 1 de marzo de 1987, en ocasión de una holgada derrota de tu exequipo ante River (1-4), no solo dictaba desechar terceras posiciones sino que también vaticinaba que la tendencia deficitaria amenazaba con extenderse.
    La verdad es que una potencial derrota no era para nada descabellada. Por entonces, Independiente lo tenía claramente de hijo a Boca en el historial, además de ostentar el mote de Rey de Copas que, puntual origen aparte, se correspondía fielmente con el impar haber de galardones internacionales que abarrota(ba)n las vitrinas del Rojo. 
   Por supuesto, los acontecimientos inmediatos tampoco ayudaban. Durante el primer semestre de la temporada, el club de Avellaneda se había consagrado en el ámbito doméstico en el Campeonato 1988-89, después de alcanzar a los xeneizes en la tabla de posiciones en virtud su triunfo en La Bombonera por 2 a 1 -idéntico score que en la rueda inicial del certamen-, para luego coronarse aventajando por ocho puntos a su escolta de La Ribera.
    Para colmo, el desarrollo de la final de ida de la Supercopa 1989 tampoco había contribuido a ahuyentar tu pesimismo. Ojalá se hubiera dado el 1-0 del torneo local en lugar de la abúlica igualdad en cero que invitaba a aventurar un panorama funesto en la revancha. Otra vez el peso de un historial adverso: el certamen continental de inminente definición aglutinaba a todos los cuadros que se hubieran proclamado campeones de la Copa Libertadores, cuyo máximo ganador era -y sigue siendo hasta el día de hoy- Independiente, con siete lauros, por no mencionar que hasta entonces el Rojo nunca había sucumbido en una final internacional. Ni siquiera tu entusiasmaba la auspiciosa campaña de Boca en la misma competencia , aun habiendo despachado a Racing -merecedor de la edición inaugural, celebrada el año anterior- y a Gremio, en cuartos y en semis, respectivamente.

                                                         

    Así, entre escéptico y derrotista, emprendiste rumbo hacia el estadio al que más veces acudiste durante tu niñez, con impostergable frecuencia quincenal. Es que tu viejo, conductor del cochazo que fuera ese Ford Sierra negro, no se resignaba a la irrenunciable realidad de que tu corazón bombeara perdurable sangre azul y oro. Aunque para su consuelo, su primogénito, sentado en el asiento de acompañante delantero, le había salido tan fana del Rojo -y antiBoca empedernido- como él, tan diablillo colorado como su nieto Lucas, el hijo de tu hermano, de actuales nueve primaveras.
    Pese a ser día laborable, el trayecto no resultó tan demorado, salvo al aproximarse al Nuevo Puente Pueyrredón. Fue allí cuando viviste el primer impacto de la noche, al contemplar embelesado cómo los partidarios de uno y otro cuadro, a instantes de librar un auténtico duelo, enarbolaban las insignias de sus pasiones predilectas, acaso la única muestra de confraternidad en la previa del clásico.
    Es que, apenas pusiste un pie en la otrora Doble Visera, comprobaste que el antagonismo entre los adherentes rojos y auriazules se tornaba indisimulable. Las partidas del Pato José Omar Pastoriza y Claudio Oscar Marangoni al no tan lejano vecino del otro margen del Riachuelo habían lesionado la más honda susceptibilidad de la parcialidad independientista. En ese sentido, arreciaban los cánticos difamatorios en dirección a la figura de ambos desertores rosarinos, como aquel que rezaba: De la mano del Bocha (Ricardo Enrique Bochini) ganaremos la Copa para todos los putos que se fueron a Boca...". ¿La prueba fehaciente de la afectada sensibilidad de los anfitriones? Los escupitajos causales de que fue víctima quien a la sazón obraba de presidente de la entidad de La Ribera, don Antonio Alegre, actor principal del resurgimiento de un club que se sumiera a mitad de la década del '80 en su más grave crisis institucional, financiera y deportiva, de gravitante labor en el pase de Maranga al Xeneize. La exposición de trofeos de guerra que, en teoría, una barra le había robado a su rival -y viceversa- ratificaban el irreconciliable encono entre las partes intervinientes.
     Mientras tanto, ya ubicado al igual que tu parentela roja en el sempiterno Sector Antonio Sastre de la platea techada, vos te la rebuscabas para atenuar la ansiedad que te despertaba el trascendental desafío en su antesala. Aunque efímero, tu divertimento consistió en anticiparte a la voz del estadio en cuanto a la enumeración de los asiduos patrocinadores de los partidos jugados por Independiente en carácter de local: Atelier Camote, fábrica de pastas Castel Gandolfo, Alíscafos, casa de electrodomésticos Pablo Baltaian -propiedad del homónimo exvicepresidente de los de Avellaneda-...
     Lo que siguió fue tu repentino silencio a favor de escuchar atentamente las respectivas alineaciones de los equipos. A modo de cortesía, se anunció en principio la formación de Boca, dirigido por el Carlos Alberto Aimar: Navarro Montoya; Stafuza, Simón, Marchesini, Cuciuffo; Giunta, Marangoni (capitán), Ponce, Latorre; Graciani, Perazzo. A continuación, el once titular de Independiente: Eduardo Pereira; M. Morales, Monzón, R. Delgado, Altamirano; Giusti (C), M. A. Ludueña, Bianco, R. Insúa; Reggiardo, Alfaro Moreno.
     No, no te lo creías. Imposible que un tipo que no deja(ba) detalle librado al azar como Jorge Raúl Solari, entrenador del Rojo, hubiera relegado al banco de suplentes al Maestro, la misma leyenda indeleble que habías aprendido a admirar desde tu más precoz infancia pese a que aun cerca del epílogo de su longeva, condecorada trayectoria vacunaba tupido a tu Boquita.
    Bochini -¿quién otro?- era capaz de causar estragos inclusive disminuido por lesión como estaba, pero el Indio no lo entendió así. Hasta que te hartaste de tanta fascinación por un jugador que conspiraba seriamente contra tus aspiraciones consagratorias. "¡Que se jodan!", pensaste para tu fuero íntimo, aunque sin lograr sustraerte de la idea de que ciertos valores de los de Avellaneda, como Alfaro Moreno -especialista en amargar al Xeneize desde su pasado en Platense, en donde el Beto realizó su debut absoluto- y el Gallego Insúa, un crack que descollaba en cuanto puesto le encomendaran desempeñarse.
                   
                                                                 
      El conmovedor recibimiento que las hinchadas le tributaron a sus respectivos clubes coronó la previa del culminante enfrentamiento, a excepción del sorteo de rigor que le otorgó el saque a Boca a la vez que a Independiente el ataque de cara a la cabecera de la visita, todo bajo el consentimiento del árbitro Juan Antonio Bava , bastante antes de que este último, ya retirado del referato, revelara su filiación bostera.
      De movida, el desarrollo del encuentro te sentó algo más atractivo que el del 0-0 en el estadio Camilo Cichero, rebautizado Alberto J. Armando desde el año 2000, aunque no tanto como el espectáculo que, según vos, brindaba La 12.
      Hincha de tu hinchada que te declarabas -y de la barra liderada por el Abuelo, digamos todo- se te tornó irresistible girar permanentemente tu visión hacia la derecha de tu persona para de esa manera jactarte tanto del colorido y tamaño variados de los trapos, estandartes y sombrillas que portaban José Barrita y sus secuaces como del copamiento de territorio ajeno que le atribuías a la masiva concurrencia de la legión azul y oro a Avellaneda. Es más, de acuerdo con tus cálculos, si los bosteros habían abigarrado una tribuna popular capa que solía albergar la friolera de 29.000 espectadores, sumados los miles de xeneizes alentaban situados en la platea techada, entonces nadie podía dudar de que aquella noche Boca era literalmente local en la Doble Visera.
    Saciada tu apetencia tribunera, redirigiste tu atención hacia las alternativas del partido, justo en el tramo más vibrante de la etapa inicial, en el que los candidatos al título se repartieron las más claras chances de abrir el marcador.
    A punto estuvo Boca de señalar el primer gol luego de que Blas Armando Giunta recuperara una pelota cerca del círculo central para ceder a Diego Fernando Latorre y este prolongara en búsqueda de la posición del Murciélago -o Alfil- Graciani, todo un especialista en anotar en cancha de Independiente, cuyo violento remate superó la estirada del arquero uruguayo Eduardo Pereira para estrellarse en la unión del travesaño y el palo derecho de la valla defendida por el arquero uruguayo, célebre por ataviarse en llamativos pantalones largos -incluso en las más tórridas jornadas veraniegas- en desmedro de los típicos shorts.
    Sin más preámbulos, la posibilidad más nítida de Independiente. El adelantamiento de su última línea, situada en campo xeneize, propició el remate de mediana distancia del primer zaguero de los rojos, Pedro Damián Monzón, para que Navarro Montoya concediera un rebote en el área chica auriazul  y solo evitara la caída de su arco conjurando la arremetida del centrodelantero Marcelo Jorge Reggiardo con una de sus piernas.
    Ya en el comienzo del complemento, los contendientes en pugna, incapaces de generar situaciones de gol de relevancia, parecieron sellar un pacto implícito, la conjunta voluntad de dirimir el duelo en la instancia de resolución que trascendía los 90' reglamentarios. Acaso por ello no te amedrentó el ingreso de Bochini cuando todavía faltaba media hora para que concluyera el encuentro. Consumado el pitazo final de Juan Bava te quedó la sensación de que Boca había sido ligeramente superior en el balance global, aunque sabías de sobra que no bastaba con el mero merecimiento para pegar la tan anhelada vuelta (olímpica). En ausencia de alargue, la única opción que restaba en virtud de quebrantar la igualdad resultante de las finales jugadas en La Ribera y en Avellaneda era definir por penales.
    Al respecto, lo primero que se te ocurrió fue remitirte a los desenvolvimientos de Navarro Montoya y Pereira en las series que procedían a los partidos que terminaban empatados en  elreciente torneo 1988-89 (*). Aun carente de material con el que cotejar sus antecedentes inmediatos, tu memoria te susurró que, si bien no se los podía calificar de expertos atajapenales, ambos guardametas habían tenido en aquel certamen más tardes felices que de las otras. Obviamente, exceptuando a los asistentes que hubieran llevado consigo una radio, el resto desconocía en la inminencia a los futbolistas designados para rematar desde los 12 pasos, aunque el misterio no tardó en develarse.
    Uno por uno, los eficaces ejecutores fueron intercalándose en el siguiente orden, en sintonía con el mutismo casi total  con el que la multitud afrontó la tanda: el Bocha Ponce (B), el Chaucha Bianco (I), Víctor Marchesini (B), el Negro Altamirano (I), Gambetita Latorre (B), el Gallego Insúa (I), Ívar Stafuza (B)...Así las cosas, la visita se imponía transitoriamente por 4-3.