viernes, 25 de marzo de 2016

miércoles, 23 de marzo de 2016


                              Emilia Basil, la turca descuartizadora

                                                   
   

      Poco le importó a Emilia Basil que en 1943 su República del Líbano natal hubiera logrado, en pleno desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, la independencia de Francia. En cambio, su noción de emancipación consistía en un itinerante anhelo personal, aun a expensas del calor familiar. En procura de un venturoso porvenir, abandonó su país de origen y, luego de un interminable periplo, el precario buque de carga que había abordado la depositó en el puerto de la Ciudad de Buenos Aires, capital de Argentina, en la que se afincaría definitivamente.
      Frustrado su intento original de asentarse en Santiago del Estero, una de las provincias predilectas por la inmigrantes libaneses en territorio argentino, La Turca -tal el mote con el que se la identificaba-, regresó a la gran urbe y se instaló en una pensión aledaña a la zona portuaria, propiedad de Dora Ramos, quien la introdujo al idioma castellano que en principio tanto le había costado dominar. En el modesto hospedaje, Basil no solo se desempeñaba en tareas relacionadas con el mantenimiento, sino también en la cocina, fundamentalmente porque a la titular del parador le fascinaban las exquisiteces preparadas por los forasteros que allí recalaban.
Pese a la comodidad que le reportaba su trabajo casero, La Turca, después de desenvolverse efímeramente como costurera, se alistó en las filas del Frigorífico Wilson, en el que si bien destacó como despostadora al exhibir una técnica depurada en el troceo de la carne, más sorprendió a sus compañeros laborales -quienes apenas incorporada al establecimiento la habían apodado La Vieja- por su capacidad para cargarse media res vacuna al hombro y trasladarse con tamaño lastre de un extremo al otro de la planta.
       Los rudimentarios modales de Basil no disuadieron la seducción que por ella sentía Aníbal Felipe Coronel Rueda, asiduo cliente del frigorífico, a la vez que encargado de adquirir la carne para el restaurante en el que se empleaba.
      Músico de vocación, el peruano, autor del vals Estrellita del Sur, propició el acercamiento con la mujer trece años mayor que él, en primera instancia renuente a los coloquios íntimos.
      Tal fue la perseverancia del incaico que apenas sucumbió la libanesa a sus encantos, contrajeron enlace, si bien provisto de intercambio de anillos bendecidos, carente a su vez de formalización legal. De la consumación de la inusual ceremonia sobrevino el fruto de la unión matrimonial: Florinda EsperanzaRosa Isabel y Mirta Emilia, en ese orden.
       En perspectiva, no obstante, la relación entre doña Emilia y Coronel Rueda distó de resultar idílica. El peruano -afín al bohemiaje tan característico de la noche porteña de la época- solía ausentarse frecuentemente de su hogar al emprender largos tours por distintos países de Sudamérica con objeto de encauzar su ya decadente carrera musical, que apenas si le otorgaba regalías por derecho de autor a través de SADAIC. De ahí la precaria economía familiar, lo que obligó a Basil -entonces devenida ama de casa- a reinsertarse en el ámbito laboral.
       Acaso avalada por sus auspiciosos antecedentes culinarios, La Turca adquirió en 1959 a su dueño, José Petriella, el bar y restaurante de la avenida Juan de Garay 2201 esquina Pasco, del barrio de San Cristóbal, al que rebautizó como Yamile, nombre que en idioma árabe alude a una mujer grácil, hermosa.
       Eso sí, las tratativas con el expropietario del local, oriundo de Italia, que respondía al alias de Pepino, se tornaron sumamente engorrosas. Pese a que el europeo aceptó -a regañadientes- la oferta de Basil de serle abonado parte en efectivo y el resto en sucesivas cuotas, estableció como condición insalvable para finiquitar el traspaso permanecer en el sucucho interno del comercio en el que moraba. De esa manera, las partes intervinientes en la operación pasaron a residir bajo el mismo techo, pues allí decidieron instalarse también la libanesa y su familia.
       No obstante el esmero con el que Basil se dedicaba a sus menesteres, el negocio pareció abocarse al fracaso desde el comienzo. Más allá de la paupérrima labor de Coronel Rueda como administrador, entre la clientela no predominaba justamente los que se deleitaban con las delicias que doña Emilia despachaba  -no sólo preparaba típicos platos arábigos, como kebabs, tabules keppes, sino asimismo pucheros y guisos ciento por ciento autóctonos-, como los afectos a empinar el codo, a quienes La Vieja no titubeaba en poner de patitas en la calle si alteraban en exceso el comportamiento de la casa.
       En realidad, Yamile apenas si subsistía con el asiduo aunque módico aporte de los trabajadores del cercano Teleonce -hoy Telefe-, ubicado entonces en Pavón 2444. Por lo demás, las deudas para con los proveedores de mercadería y el atraso en el pago de impuestos se transformarían paulatinamente en una constante. Inclusive, la mora alcanzó los intereses de Petriella, quien a lo largo de los años le había prestado a La Turca entre 7000 y 8000 pesos que esta destinó mayoritariamente a la compra de una vivienda de fin de semana en Parque Leloir, contigua a la estación Castelar del exFerrocarril Sarmiento.
       Aun sabedora del apremio financiero que la cercaba, doña Emilia se permitió el lujo de establecer una escala de prioridades en lo que a saldar cuentas pendientes concierne. Es cierto, no disponía del dinero suficiente como para devolver a Petriella el desinteresado préstamo que el italiano le había realizado. Sin embargo, la libanesa había pergeñado una artimaña inmejorable proclive a seducir ad honorem al desprendido y querendón Pepino. Favor por favor, que le dicen...

                                         

                                    Hay amores que matan...
       
                                                             

       A diferencia del disperso Coronel Rueda, quien solía prolongar indefinidamente las noches de juerga junto con sus amigotes improvisando payadas de dudoso gusto, doña Emilia había descubierto que, mientras laboraba en la cocina, Petriella la miraba con indisimulable lasciviaescudado en la penumbra del largo corredor que desembocaba en las habitaciones traseras del local.
        No obstante, a Basil le traía sin cuidado la libidinosa conducta del itálico. Es que hacía tiempo ya que había renunciado a entregarse al placer carnal. Más aún, se rehusaba sistemáticamente a cumplirle el sueño a su esposo de concebir el hijo varón que lo desvelaba casi tanto como las farras nocturnas con las que el músico se perdía. Por otra parte -y no por ello menos importante- a La Turca no le apetecía en lo más mínimo involucrarse sentimentalmente con el sexagenario Pepino, al que consideraba un consumado hermitaño que solo abandonaba su reclusión autoimpuesta en su cuchitril para dirigirse a su trabajo, en la compañía desratizadora Desin.
         Con todo, Basil no tardó en concluir que precisamente en la irrefrenable devoción que le profesaba  Petriella residía tanto la salvación de su declinante negocio como la conservación de la austera habitación, en la que se hacinaba con su cónyuge e hijas, las únicas personas en el mundo por las que La Vieja ofrendaba su mismísima vida.
         Fue así que, aun en dirección diametralmente opuesta a su voluntad, doña Emilia propició el acercamiento, siempre al amparo de la madrugada, horario idóneo para los encuentros íntimos al coincidir estos tanto con el pico de intensidad de los interminables jaleos de Coronel Rueda y afines, como con la placidez del sueño de las tres niñas, Florinda Esperanza, Rosa Isabel y Mirta Emilia.
         La sorpresiva insinuación de Basil descolocó por completo a Pepino, ¡si la quía había desconocido sus adulaciones, piropos e intentos de cortejo desde el vamos! Por supuesto, cuando su Dulcinea golpeó la puerta de su dormitorio y -sin mediar palabra alguna- se tendió boca arriba en sus aposentos, el oriundo de Italia no vaciló: se abalanzó sobre su partenaire y, jadeante, se dispuso a saciar sus más primitivos instintos, torpes embestidas pélvicas mediante.
         Gozo solitario, el de Petriella: la impertérrita doña Emilia apenas si se limitó a soportar imperturbable sus embates pudendos. Tal sería la constante que signaría las sesiones amatorias que procedieron a la inicial, hasta que el hombre se enamoró perdidamente. A ese respecto, el europeo le propuso reiteradamente irse a vivir juntos a la libanesa, lejos del restaurante Yamile, no sin antes confesarle a Coronel Rueda la verdad del estrecho lazo que ambos mantenían a sus espaldas.
         Completamente obnubilado, Pepino no fue capaz de advertir que jamás había contado con el favor de Basil ni que esta solo había provocado el approach con objeto de salvaguardar su negocio y -por consiguiente- la prosperidad económica de su familia. Además, La Turca rechazó enfáticamente la posibilidad de la convivencia, y -para peor- le comunicó su determinación de romper el prohibido vínculo de largos años de duración.
         Más -mucho más- por despecho que por imperiosa necesidad, Petriella, amén de zamarrear y amenazar a doña Emilia con revelarle detalladamente todo lo sucedido a Coronel Rueda, conminó a su interlocutora a saldar de inmediato la onerosa deuda que por más de una década había contraído aquella con el europeo en concepto de alojamiento, fondo de comercio y hasta de los sucesivos préstamos efectuados por Pepino para que La Vieja pudiese adquirir su chalet de Castelar.
          Si bien intimidada de dicho y hecho por el sonoro ultimátum de Petriella, Basil ratificó su voluntad, lo que potenció la enceguecida inquina del italiano, quien se valió de una gruesa soga de nylon con la que pretendió ahorcar a la libanesa.
         Aún con la respiración entrecortada, doña Emilia se las apañó para elucubrar una efectiva maniobra disuasoria: apelar a la mentada incontinencia hormonal de Pepino. Bastó solo una tenue caricia en su rostro para que el hombre cesara en su tentativa de estrangulamiento e ilusionara con la reconquista.
         La fatal distracción le brindó la chance a la otrora víctima de revertir los papeles hasta forzar el colapso del ingenuo y ya inerme sexagenario. Así, una vez que cayó -y calló- Petriella aparatosamente al suelo, La Turca -en decidida pose de dominatriz- posicionó uno de sus pies sobre el pecho del yacente cuerpo y se aseguró, al comprimir enérgicamente su tráquea, de arrebatarle hasta la última brizna de vital oxígeno.  Por fin, Emilia Basil se percató de que había asesinado a José Petriella.
         Eran las 04.15 del sábado 24 de marzo de 1973, fecha inexorablemente relacionada con tragedias de magnitud incalculable para nuestro país, aunque para La Turca el día no había hecho sino empezar. Aguardaba por ella -al igual que en las subsiguientes- una jornada ajetreada, exhaustiva, contradictoria, reveladora...condenatoria.

jueves, 3 de marzo de 2016

           
                 Boca vs Racing: la rivalidad a través de los ídolos
                                             



     La verdad es que Racing no se conforma con minucias al momento de arrogarse los votos de un ídolo. En el plano musical, al menos, sus aseveraciones se cimientan en la seducción que envolvió al máximo exponente del tango por la Academia en sus años esplendorosos del Amateurismo ¿La prueba irrefutable? La gema que le tributara Carlos Gardel a Pedro Ochoa, prolífico delantero del cuadro de Avellaneda, el único en el que se desempeñara en toda su trayectoria (1917-1931). “…Ser como Ochoíta, el crack de la afición...", versa Patadura, una de las incontables genialidades del Zorzal Criollo (1).
      Asimismo, una especie afirma que el beatle John Lennon expresó su favoritismo hacia el cuadro racinguista en virtud de la inminente definición de la Copa Intercontinental 1967, obtenida por la Academia ante el Celtic de Escocia, corroborada por el testimonio del Chango Juan Carlos Cárdenas, autor del zapatazo que le legara a la Academia el título mundial (2). Evidentemente, Inglaterra poseía entonces una enemistad –no sólo en la faz deportiva- más acentuada que con Argentina.  Sí, aún pese al escandaloso cotejo de la Copa del Mundo del año inmediatamente anterior, celebrado en feudo de la Rubia Albion, en el que los encolerizados adherentes locales despidieron al unísono a nuestra Selección Nacional con un sonoro improperio: "animals", merced a las sucesivas osadías que cometiera Antonio Ubaldo Rattín luego de su controvertida expulsion.
      No obstante, al pretender los fanáticos de Racing adueñarse de la predilección del líder político más carismático de la Nación, emerge un nuevo capítulo de la encendida rivalidad que, desde hace más de un siglo, mantienen con sus pares de Boca, a la que también se la vincula estrechamente con el General, en una puja sin cuartel entre el mito y la realidad. 
      “Presidente Perón”, tal la pomposa gracia del estadio inaugurado el domingo 3 de septiembre de 1950, en la intersección de las calles Corbatta –ex Cuyo- y Mozart, Avellaneda. El hecho que el ex Jefe de Estado haya legado su nombre al escenario apodado el Cilindro, es una poderosa razón como para que los hinchas de la Academia –y hasta los entusiastas de otros clubes- relacionen instantáneamente al caudillo con la insignia blanca y celeste.
       Prosiguiendo con la atadura de cabos falsos, la legión racinguista puede esgrimir que bajo su mandato su club se acreditó no sólo su primera estrella en el Profesionalismo(1949), sino al mismo tiempo el tricampeonato, al añadirse los títulos de los dos años subsiguientes. Incluso, aquellos que no se fijan en las formas se regodearán con la polémica consagración de Racing ante Banfield en 1951, en la que se asegura primó afano…samente la grandeza del cuadro de Avellaneda.