viernes, 5 de agosto de 2016

                  Múnich 1972, los Juegos Olímpicos de la barbarie

                                                 
    La consigna era diferenciarse. No bien resultara nominada como sede luego de prevalecer en la pugna que sostuviera con rivales de relevancia como Madrid, Montreal y Detroit, Múnich se propuso hacer de la edición de los Juegos Olímpicos de 1972 un acontecimiento histórico, sin precedentes.
     Empeñada en constituirse en pionera, fue en la ciudad perteneciente a lo que entonces era Alemania Occidental, capital del Estado Libre de Baviera, que el magno evento presentó su primera mascota oficial: Waldi, perro de la raza comúnmente conocida como salchicha, oriunda del país germano.

                                               


      En lo que respecta al plano deportivo, no sólo se reintrodujo como disciplinas al handball -masculino, solamente- y a la esgrima (1), sino que en el tramo inicial del certamen el  nadador estadounidense Mark Spitz logró un récord inédito hasta ese momento al conquistar siete medallas de oro en las pruebas individuales de 100 y 200 metros, estilo libre; 100 y 200 mts, estilo mariposa;  y en la competencia de relevos por equipo en 4 x 100 y 4 x 200, estilo libre; así como en 4 x 100 combinado, con el plusmarquista norteamericano como figura sobresaliente (2).
      Asimismo, inclusivos que se revelaron desde su propia concepción, los JJ.OO de Munich procuraron  desligarse de la primera edición que se celebrara en territorio teutón, Berlín 1936, organizada por el Tercer Reich gobernado por el tirano Adolf Hitler, responsable directo tanto del desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial como del genocidio denominado Holocausto, que derivara en el asesinato de alrededor de 6.000.000 de judíos. De allí que se propiciara la participación en el torneo de la delegación del Estado de Israel, compuesta por 20 integrantes. La muestra cabal del marco antibélico que había envuelto a Alemania en virtud de la organización del torneo, se puso de manifiesto en la ausencia de armas de parte de los efectivos a quienes se les había conferido la misión de custodiar a los deportistas alojados en la villa olímpica montada especialmente para la ocasión. Nada ni nadie impedía a los atletas entrar y salir del complejo a voluntad. Por muy contradictorio que parezca, la bienintencionada moción de la nación anftriona desempeñó un papel crucial en la tragedia que, trabajo de inteligencia mediante, suscitaría la irrupción de un comando terrorista, de fatales consecuencias.

                                             

        Septiembre Negro, agrupación armada de origen palestino, cuya denominación surgiera en oportunidad del cruento intercambio de hostilidades que en el noveno mes de 1970 la misma mantuviera con el Ejército de Jordania, ya había perpetrado dos atentados previos a la inauguración de los Juegos Olímpicos de Múnich: 1) el homicidio del Primer Ministro jordano, Wasfi Tall, en 1971. 2) el secuestro de un avión comercial de Bélgica que había decolado del aeropuerto de Viena, Austria, rumbo a Tel Aviv (Israel), en mayo de 1972.
       Fracción estrechamente vinculada a la alianza nacionalista política y paramilitar proclamada como Organización para la Liberación de Palestina, dependiente del Consejo Nacional Palestino, Septiembre Negro perseguía un solo objetivo: la aniquilación del Estado de Israel. En ese sentido, la célula terrorista logró infiltrar a dos de sus miembros más caracterizados como trabajadores de la construcción en la inminencia del estreno de la vila olímpica. Así, los fedayines -mote que en idioma árabe alude al que adhiere a combatir por razones políticas, no religiosas- descubrieron que, a instancias del escaso control policial en derredor del complejo, en la que convivían 10.000 almas entre competidores, entrenadores y funcionarios del COI (3), resultaría sumamente sencilla la penetración a modo de asalto con la que pretendían efectivizar su cometido.
      No medió violencia en la fase inicial del copamiento del predio, ocurrido a las 04.40 AM del martes 5 de...setiembre -una vez más- de 1972 . Por el contrario, al lucir los extremistas ropa deportiva similar al atleta promedio, consiguieron engañar a los miembros del equipo de USA que, además de creerlos colegas, les facilitaron el ingreso ayudándolos a trepar por la verja perimetral de dos metros de alto, a lo que siguió el preludio del más trágico episodio que se haya producido en la historia de los Juegos Olímpicos modernos.
      Lejos de predisponerse a reposar tras una distendida noche de juerga, tal como los atletas estadounidenses, el grupo comando se dirigió sin dilación hacia la Connollystrasse 31 -Manzana 31- de la villa olímpica, en cuyo departamento se hospedaba la comitiva israelita.
      Fue el despliegue de los elementos terroristas lo que motivó que Moshe Weinberg despertara sobresaltado. Instintivamente, el entrenador de lucha del equipo de Israel se abalanzó sobre la puerta del primer apartamento que habitaba con objeto de impedirle el acceso a los terroristas, al tiempo que emitió un inequívoco aviso de alarma al resto de los huéspedes, lo que posibilitó que nueve de los 20 integrantes del contingente israelí consiguieran escapar y ocho de ellos, improvisar un momentáneo escondite.
       Inevitablemente, producto de la evidente desproporción numérica en la puja, Weinberg cedió ante el embate de los palestinos. Sin embargo, el valiente coach se valió de un cuchillo de cortar fruta,
con el que pretendió atacar al sindicado como líder de la agrupación Setiembre Negro, Luttif Affif, más conocido como Issa, antes de que le fuera descerrajado un certero disparo en una de sus mejillas y, consecuentemente, lo condujeran obligadamente a los compartimentos 2 y 3 para saciar los intrusos su creciente voracidad asesina.
        Aun desangrándose, Weinberg apeló a su última brizna de fuerza para intentar detener el avance de los extremistas y le propinó a uno de ellos un sonoro trompis que le dislocó la mandíbula, tras lo que el estremecido invasor lo remató con un segundo disparo. El cadáver del entrenador de lucha fue inmediatamente arrojado fuera del edificio principal en el que se alojaba el contingente israelí.. En vano resultó que en su defensa acudiera el levantador de pesas Yossef Romano. Oriundo del estado de Ohio, Estados Unidos, el halterófilo seguramente habría evitado su luctuoso destino si, en lugar de resignarse a participar en el certamen al no haber clasificado para su su país natal, no hubiera usufructuado su condición judía en pos de representar al equipo de Israel. El corpulento atleta no vaciló en hacer acopio de su potencia en tren de neutralizar la cruenta arremetida de la célula terrorista y se trabó en encarnizada disputa con un palestino, a quien a punto estuvo de arrebatarle su arma. Consciente de la incontrastable superioridad física de su oponente, el fedayín jaló el gatillo de su fusil y le produjo la muerte instantánea.  No conforme con haber acabado con la vida del deportista, el secuestrador procedió, abiertamente exento de pruritos, a cortarle los testículos a Romano delante de sus compatriotas.
       Acto seguido, los captores concluyeron la primera etapa de su macabro ardid tomando como rehenes a nueve miembros de la delegación israelita : David Berger y Ze'ev Friedman (levantamiento olímpico), Juseph Eliezer Halfin y Mark Slavin (lucha grecorromana), Amitzur Shapira (salto en largo), Moshe Weinberg y Jossef Gutfreund (referees de lucha grecorromana), André Spitzer (árbitro de esgrima), y Kahat Shorr y Yakoov Springer (entrenadores de tiro y levantamiento de pesas, respectivamente).

                                           

       Más allá del visceral odio que le profesaba al Estado de Israel, ¿cuál fue el móvil que condujo a Setiembre Negro a atentar con semejante saña contra 11 inocentes víctimas quienes, aun pese a su filiación judía, jamás se habían inmiscuido en misiones religiosas o declamado fanatismos políticos, ni mucho menos prestado a servir en devastadoras guerras?
       El misterio comenzó a develarse menos de una hora después. Sobre las 05.30 de aquel fatídico martes 5 de setiembre de 1972, un efectivo de seguridad, inerme, se topó con el cadáver de Moshe Weinberg, yacente próximo al  departamento de la manzana 31 de la villa olímpica en la que se hospedaba el infortunado coach de lucha grecorromana. Casi en simultáneo, otros dos uniformados, comisionados para retirar el cuerpo inerte del complejo, divisaron una partida de hombres enmascarados y armados dentro del departamento que alojara a los israelitas, por lo que, sin más preámbulos, se contactaron con el Jefe de Policía de la ciudad de Múnich, Manfred Schreiber para anoticiarlo del macabro hallazgo.
       Luego de convocar urgentemente a un comité de crisis, conformado asimismo por el Ministro del Interior, Hans-Dietrich Genscher, el Ministro del estado de Baviera, Bruno Merck,  y por el intendente de la villa olímpica, Walther Troger,  Schreiber asumió la responsabilidad del asunto, previo a que los inmisericordes extremistas desnudaran sus verdaderas intenciones.