lunes, 24 de agosto de 2015

   
                                        Virus y su fin de semana de Locura


                                       
      Corrientes y Suipacha, tradicional esquina del centro porteño. El escenario que albergará el evento musical es el mismo de hace 30 años. La convocatoria, también: la capacidad del Teatro Opera Allianz rebasará de espectadores en breves instantes. De ahí el bullicio que rebota en el hall principal en la víspera de la función,  en el que conviven los fanáticos que descubrieron a la legendaria banda de La Plata ya en el siglo XXI y los que atestiguaron el levitar sensual del inmortal Federico Moura sobre las tablas. De pronto, unos y otros son llamados a ocupar sus respectivas ubicaciones. La fiesta es inminente. Virus se apresta a inaugurar la anunciada celebración del trigésimo aniversario de su quinto disco, Locura, el más taquillero de su prolífica historia, que desde su concepción vendiera más de 350.000 unidades.


                                 

     A medida que se colma la capacidad del recinto, los expectantes concurrentes se abocan a inflar globos amarillos, azules, naranjas y verdes, que piensan soltar apenas se produzca la aparición de su grupo favorito. Enseguida, interrumpen su tarea de ocasión , pues a las 21.45 sube el telón. Se oyen los primeros acordes. "Recordando tu expresión...", entona Marcelo Moura, vocalista del sexteto platense desde 1989. Es toda una hazaña para los fans permanecer sentados cuando suena Pronta Entrega, uno de los máximos hits de Virus, que habitualmente suele incluirse en el clímax de los shows ofrecidos por la banda. Claro que -al menos en un comienzo- la solemnidad que irradia el remozado Teatro Opera tampoco invita al libre movimiento del cuerpo. No extraña, por tanto, que los asistentes deban asimismo conformarse con recitar las estrofas del pegadizo Destino circular desde la quietud de sus butacas.
   No obstante, cuando llega el momento de ese ingenioso canto a la masturbación titulado Una luna de miel en la mano, el tema más exitoso de los hermanos Moura, los de la primera fila se olvidan de las formalidades y arengan al resto de la multitud no solo a emular sus pasos de baile sino también a que procedan al inamovible viejo ritual de lanzar caramelos de miel al escenario.
   Acto seguido, se impone el machacante synthpop de Sin disfraz, que revela una aventura prohibida con un taxi boy de "piel morena y sensual...perfumada". Entonces, sí, se torna imposible volver a los asientos. Hotel Savoy -tal como acostumbran llamarle los miembros de la banda- constituye el corolario del segmento inicial del espectáculo, que se caracterizó por un íntegro repaso de los ocho temas que componen Locura.
   Tras el intervalo, a los estelares protagonistas se suma un cuarteto de jóvenes cuan eximios músicos, representado por dos violines, una viola y un violonchelo. El desconcierto se apodera de la sala: "¿Nos sentamos o nos quedamos parados?", se preguntan los que se agolparon en el umbral del escenario. "¡Abajo!", gritan con decisión los de las hileras inmediatamente posteriores, a quienes se le dificulta la mejor visión del espectáculo.

viernes, 14 de agosto de 2015

                                  A 40 años del final de la famosa racha

                                           
       Tras un extenso período signado por el esplendor, sobrevino inexplicablemente el deterioro de la Casa Blanca del fútbol argentino. Fueron diversas las causas que contribuyeron al paulatino resquebrajamiento de la fastuosa estructura. Entre ellas, el fracaso que derivó especialmente para River del impulso del denominado Fútbol Espectáculo de comienzos de 1960 (1), en el que a las buenas intenciones de su presidente, Antonio Vespucio Liberti, se opuso no solo la ausencia de títulos, sino también la decepcionante producción de las rimbombantes incorporaciones realizadas, como la del español Pepillo II (2), proveniente del Real Madrid, a quien se lo consideraba el sucesor de Alfredo Di Stéfano; la lacerante derrota ante Peñarol (2-4), luego de haberse impuesto por 2-0 al finalizar la primera mitad, por el tercer partido final de la Copa Libertadores 1966, jugado en Santiago de Chile, que le valió al cuadro de Núñez el infame mote de gallina (3) y el evidente penal por mano intencional cometido por Luis Gallo, lateral derecho de Vélez, insólitamente ignorado por el árbitro Guillermo Nimo, en la igualdad en un tanto ante el club de Liniers por el triangular desempate del Nacional 1968, determinante para la postrera consagración del Fortín, que relegó al Millonario al subcampeonato por diferencia de gol.
         Peor aún. Durante la nefasta racha que entonces atravesaba la entidad riverplatense, Boca cosechó cuatro títulos a nivel local en un lapso de siete años, la mayoría de ellos obtenidos ante su más acérrimo adversario cuando ambos equipos pugnaban por adjudicarse el certamen.
   Tal fue el caso del Superclásico correspondiente a la penúltima fecha del Campeonato de Primera División 1962, disputado en la Bombonera. Allí, a instancias del referee Carlos Nai Foino, se produjo uno de los episodios más polémicos de la historia del tradicional enfrentamiento: el del famoso adelantamiento del arquero xeneize, Antonio Roma, en el penal ejecutado por el brasileño Delem. No obstante las airadas protestas de los jugadores visitantes, el conjunto millonario cayó por 1 a 0, tras lo que debió conformarse con el segundo puesto, a solo dos puntos de Boca, merced a la goleada auriazul sobre Estudiantes (4-0) en la jornada de cierre.
         Por muy frustrante que haya resultado aquella experiencia, sin embargo, no puede compararse al despojo sufrido por River en favor de su archirrival al cabo de la definición del Campeonato Nacional 1969. En esa oportunidad, el club de Núñez y su par de la Ribera se enfrentaron en el Monumental por la décima séptima y última fecha; una auténtica final , pues el conjunto visitante, líder del certamen, aventajaba a su contrincante por apenas dos unidades, con lo que un hipotético triunfo millonario podía forzar un desempate.
         El entrenador de Boca era una legendaria gloria millonaria: Alfredo Di Stéfano, quien en lugar de decantarse por el tradicional estilo combativo xeneize, le inculcó a sus dirigidos el fútbol de galera y bastón propio del paladar riverplatense. De ahí el planteo ofensivo que propusieron sus dirigidos desde el inicio del clásico, gracias a lo cual el Muñeco Norberto Madurga estableció el 2-0 parcial cuando restaban 10 minutos para la culminación de la primera etapa.
         Pese al inmediato descuento de Oscar Pinino Más, y la posterior anotación de Víctor Marchetti ya en el complemento, la reacción de River no pudo impedir que Boca se adjudicara el torneo y diera la consecuente vuelta olímpica en feudo enemigo, aunque salpicada por la apertura de los grifos que riegan el campo de juego del Monumental.
          Llegado el año 1975, el  millonario acarreaba 18 temporadas consecutivas sin conseguir un título a nivel local, la sequía más importante de su existencia, que se insinuaba más cruel aun habida cuenta de la sistemática humillación a la que lo sometió su máximo rival durante ese período.
         Por tanto, la Comisión Directiva riverplatense, encabezada por Rafael Aragón Cabrera, resolvió contratar los servicios del hijo dilecto de la casa, en quien confiaban iría a emular como entrenador su exitosa campaña como futbolista, en la que había logrado un sinfín de galardones, de los que destacan la obtención de nueve Campeonatos de Liga AFA, tres Copas Aldao, tres Copas doctor Carlos Ibarguren y una Copa Escobar; amén de haberse erigido como el máximo artillero de la historia de River, con 317 conquistas, y de la oficialidad del Superclásico (16). Casi nada...

lunes, 3 de agosto de 2015

 
                          Cuando una bengala asesinó al fútbol
             
 
     La fecha de caducidad del autoproclamado Proceso de Reorganización Nacional se avecinaba inexorablemente. Durante siete años y casi otros tantos meses, la dictadura más sanguinaria de las que detentara ilegalmente el poder en el país se había abocado a acallar las voces de discrepancia con premeditación y alevosía. El plan de aniquilación sistemático pergeñado por las sucesivas juntas militares que usurparon el mando a partir del miércoles 24 de marzo de 1976 incluyó desde exilios involuntarios, secuestros forzosos y apremios ilegales pasando por la organización de la Copa Mundial de Fútbol 1978, cuyo escenario consagratorio para la Selección Argentina distaba  pocas cuadras de uno de los más activos centros de detención clandestinohasta llegar a la declaración de guerra por las Islas Malvinas, Georgias y Sándwich del Sur a una potencia de la talla de Inglaterra, sensiblemente reforzada en sus filas. La capitulación de las huestes patriotas, después de 74 días de intercambiar hostilidades con el enemigo, sentenció el original propósito de los represores de perpetuarse en el mando. De hecho, fueron los propios jerarcas castrenses quienes, una vez asumido el estrepitoso fracaso de su gestión, propiciaron el retorno de la democracia. Es que, más allá de los aberrantes crímenes de lesa humanidad perpetrados por los capitostes del Proceso y sus subordinados, patentes en el asesinato y desaparición de más de 30.000 personas, ya habían quedado largamente al descubierto los efectos de la inviabilidad de su modelo económico, traducido en corrupción, endeudamiento, desempleo, desigualdad, pobreza e indigencia crecientes.
     Era inmejorable, por tanto, la oportunidad que se les presentaba a los partidos políticos, favorecidos por la convocatoria a elecciones fijada para el 30 de octubre de 1983, de consumar el objetivo primordial de la convergencia conocida como La Multipartidaria, concebida en 1981: persuadir a las autoridades del régimen militar para que cesaran en su mando y así, una vez restablecidas las garantías constitucionales, encauzar el errático rumbo de la nación.
     No obstante lo que pudiera presuponerse, la transición comprendida entre el final de la dictadura y el comienzo de la democracia distó de resultar una etapa signada por la armonía. Acaso sobreadaptado a la opresión imperante en los años de plomo, hubo un sector de la fuerza política de mayor predicamento en nuestro país que en sus manifestaciones públicas dilapidó la restitución del irrenunciable patrimonio que implica la libertad de expresión.
      En el último acto de su campaña proselitista, uno de los principales exponentes del justicialismo 
protagonizó un episodio de vandalismo que minaría considerablemente las posibilidades de la fórmula Italo Lúder-Deolindo Bittel. Fueron más de 1.000.000 de personas las que contemplaron estupefactas la quema de un ataúd con los colores e insignias de la Unión Cívica Radical -tradicional rival del justicialismo- por parte del dirigente sindical Herminio Iglesias, quien se postulaba a gobernador por la provincia de Buenos Aires.
       No extrañó en ese sentido el postrero triunfo de arremetida del tándem Raúl Ricardo Alfonsín-Víctor Martínez. El mensaje transmitido por los adherentes que cosechó el radicalismo en la víspera de los sufragios fue por demás elocuente: el pueblo estaba hastiado del patoterismo, de las imposiciones y de que se corporizara ante sí el símbolo de la muerte, más propio del nefasto período ya en retirada que del esperanzador porvenir.
      El fútbol, impar fiesta popular argentina, fue otro de los ámbitos jaqueado por el matonismo y la violencia en supuestos tiempos de unidad fraternal. Si bien para 1983 ya se contaban más de 100 víctimas fatales a nivel doméstico en los estadios y sus alrededores, nunca hasta entonces las denominadas barras bravas, grepúsculo de hinchas caracterizados proclives a los incidentes de trágicas consecuencias, habíán adoptado un protagonismo tan preponderante.
     En aquella época, de hecho, un inédito acontecimiento ocurrido en ocasión de un tradicional enfrentamiento entre dos importantes clubes sentó las bases de la creciente saña con que los barras acometerían contra sus rivales con el trascurso de los años.