miércoles, 29 de junio de 2016

         En reivindicación de Carlos Bilardo (primera parte)
                                                 

                                                     
     El hombre de la nariz prominente se posicionaba como el candidato idóneo a asumir como director técnico de la Selección Nacional. Se requería la presencia de un doctor para mitigar los dolores ocasionados por el inexorable epílogo de La Fiesta de Todos, de la que derivó en el cenit de su esplendor la primera Copa del Mundo obtenida por el equipo argentino.
     Aun beneficiado por la reciente conquista del Campeonato Metropolitano de 1982 con Estudiantes, Carlos Salvador Bilardo ostentaba una vasta trayectoria como futbolista y director técnico.
     Luego de desempeñarse en San Lorenzo y Deportivo Español, recaló en el prolífico cuadro pincharrata que se coronó a nivel local, continental, interamericano e inclusive mundial durante el segundo lustro de la década de 1960, en donde si bien no destacó por su virtuosismo, se graduó como alumno aventajado de su mentor, don Osvaldo Juan Zubeldía.

                                              


     Retirado de la práctica activa, fueron sus excompañeros del León quienes lo encumbraron como DT de un equipo bajo cuya conducción no solo evitó la pérdida de la categoría durante el Metro '71, sino que a su vez consiguió un decoroso subcampeonato en el Torneo Nacional de 1975 . Idéntico logro redundó de sus ciclos en Deportivo Cali, tanto en la División Mayor del Fútbol Colombiano como en la Copa Libertadores de 1978 -en la que cayó en las finales frente al Boca del Toto Lorenzo-, antes de su discreto paso por San Lorenzo (1979), al que siguió su frustrada gestión en la Selección de Colombia, con la que no pudo clasificar al Mundial de España 1982.
     Por supuesto, Julio Humberto Grondona no desconocía ni la considerable experiencia ni los recientes laureles conseguidos por Bilardo. Su escepticismo, en cambio, residía en su prejuicio para con el Narigón, sindicado como el exponente dentro del campo de juego del Antifútbol al que infundadamente se acusaba de pregonar a Zubeldía, ese que, entre otras artimañas, consentía burlar el umbral del reglamento pinchando con alfileres y echándole tierra a los ojos a sus rivales, los mismos a los que -supuestamente-se les realizaba un minucioso trabajo de inteligencia respecto de su vida privada para que, una vez en el fragor del partido, distraerlos de sus funciones al mentar a sus esposas, hijas u otros íntimos. El entonces titular de AFA, que otrora lo fuera de Independiente, a su vez el club de sus amores, no podía olvidar que Bilardo se había erigido en uno de los protagonistas estelares de las ardorosas batallas que Estudiantes y el Rojo de Avellaneda libraran en la Copa Libertadores 1968, la primera de las tres consecutivas que conquistara el conjunto de La Plata (1).
    Pese a su renuencia original a asistir a un simposio organizado por la revista El Gráfico a fines de 1982, en el que a su vez se llamó a disertar a Bilardo, a Grondona acabó por seducirlo el discurso del aún entrenador de Estudiantes, quien se juraba un incondicional del orden, organización y disciplina, justamente de lo que había carecido -a la vez que de hambre de gloria- la Selección Nacional en el certamen mundialista de España. Amén de la deslucida campaña ofrecida por la escuadra dirigida por César Luis Menotti, la dinámica de la (des) concentración en la que se alojó
 la comitiva albiceleste resultó alterada por la constante presencia de empresarios, intermediarios y directivos de las instituciones más reputadas del planeta, ávidos por adjudicarse los concursos de las estrellas argentinas...y por la notoria ausencia del director técnico, quien más preocupado por cuestiones íntegramente ajenas a su cargo, delegaba el mando en el capitán del equipo y en su segundo, Daniel Alberto Passarella y Américo Rubén Gallego, respectivamente.

                                             

     Fue así que Carlos Salvador Bilardo, aun pese al ruego de los fanáticos pincharratas por que permaneciera en el club, aceptó la oferta del pope mayor de AFA y rubricó el jueves 24 de febrero de 1983, a las 19.35, el contrato que lo ligaba como entrenador del seleccionado argentino, flanqueado por dos de sus compinches de los años '60: Carlos Oscar Pachamé (ayudante de campo) y Raúl Horacio Madero (médico), así como por Ricardo Echeverría en la preparación física, quien cautivara al Narigón cuando este último reparara en su destacada labor como profesor en las colonias de vacaciones de verano que albergaba el club Estudiantes en su seno. A ellos se acoplarían los secretarios técnicos, Mario Porras y Rubén Moschella; el secretario adjunto, Roberto Mariani -suerte de segundo de Pachamé en la ayundantía-; Roberto Molina, masajista; y los utileros Roberto Tito Benrós y Miguel Di Lorenzo, más conocido como Galíndez.
     En resumidas cuentas, "...el equipo del Narigón", tal como reza un viejo cántico del tablón.

sábado, 18 de junio de 2016

Copa América: el curioso historial de Argentina vs Venezuela


   
     
       La disparidad en el poderío de dos de los contendientes que este sábado pugnarán por una plaza en las semifinales de la Copa América Centenario 2016, organizada por Estados Unidos, resulta evidente. Si bien es cierto que Argentina ya no es aquel prolífico equipo de antaño y que Venezuela, a partir de la gestión del Pato José Omar Pastoriza como director técnico (1), dejó de limitarse a ejercer el mero rol de partenaire, la supremacía de la Selección Nacional sobre su inminente adversario se revela, de todos modos, demoledora.
       Una de las mayores manifestaciones de la abrumadora superioridad de los albicelestes se constituye en el historial general que éstos sostienen con los venezolanos, en el que, al cabo de 20 enfrentamientos, el equipo argentino se impuso en 19 ocasiones - con 74 goles a favor- contra sólo un triunfo del conjunto vinotinto (10 GF), que no precisamente ocurrió en virtud de la celebración de la Copa América. En ese sentido, nuestro seleccionado prevaleció a instancias de las goleadas -una de ellas, particularmente aplastante- que le propinó a su oponente en los cuatro encuentros que dirimieron.
        Impiadoso, el combinado nacional se propuso vapulear a Venezuela inclusive en el desafío que inauguró la serie de cotejos entre ambas selecciones, correspondiente a la tercera jornada del entonces denominado Campeonato Sudamericano de Uruguay 1967, que contó con tres características salientes: 1) el debut absoluto del representativo vinotinto en la Copa América;  2)
 fue la primera vez que se disputaron eliminatorias clasificatorias para el torneo (2); 3) la
deserción de Brasil que, recuperado de su inesperada derrota como anfitrión ante la Celeste, el inolvidable Maracanazo, ya se había adjudicado dos Copas del Mundo de manera consecutiva: Suecia 1958 y Chile 1962.
        Apenas comenzado el partido, la escuadra argentina enhebró su primera situación de gol al encarar a los 3' el centrodelantero de Independiente, Luis Artime (padre), el área rival con su consabida potencia, antes de que una brillante maniobra tripartita entre David Acevedo, Raúl Bernao y  Mario Alberto González derivara en un remate de Gonzalito, conjurado por el atinado cruce del venezolano Freddy Elie, quien rechazó al tiro de esquina.
      El score no tardó demasiado en abrirse. Luego de una soberbia jugada individual a cargo del volante derecho de River, Juan Carlos Sarnari, que habilitó a los 18' la entrada de Artime,
 el legendario artillero definió ante el inerme arquero Vito Fasano con un disparo rasante.
      Una nueva incursión hasta el fondo de Bernao motivó, a los 31', el 2-0 parcial para el elenco albiceleste, al capitalizar el infalible atacante de Vélez, Juan Carlos Caroneel preciso centro enviado por el crack de los Rojos de Avellaneda, previo al corte de luz de 10' de duración que se produjo en el Estadio Centenario y su zona de influencia.
      Subsanado el desperfecto en el alumbrado artificial, el equipo dirigido por Alejandro Galán, más conocido con el seudónimo de Jim Lópes, que adoptó al radicarse en Brasil, se abocó en el complemento a aumentar la ventaja desde los 3', a través de Silvio Marzolini, considerado el mejor lateral izquierdo de la historia de Boca, al culminar una sucesión de gambetas con un shot al ángulo superior derecho de Fassano.
      Sobre los 20', Sarnari cedió el balón en dirección de Pichino Carone, quien lanzó un colocado centro al corazón del área de Venezuela, conectado mediante un certero cabezazo por Artime para establecer el inapelable 4-0 en favor del representativo celeste y blanco. Lo que siguió fue el descuento de la selección vinotinto, como consecuencia del desacople del fondo argentino que posibilitó que a los 29' Rafael Santana batiera al guardameta xeneize Antonio Tarzán Roma.
      Como corolario de una auspiciosa jornada para el conjunto nacional, su quinta y última conquista, a la vez la tercera de la cosecha personal de Artime.  Fue a los 43', después de una nueva asistencia en profundidad del riverplatense Sarnari, usufructuada por el centroforward de Independiente, quien a la postre se erigió como top scorer del torneo con 5 tantos, al vulnerar la valla venezolana con un disparo franco, a media altura.
      En contrapartida con la deslucida performance de Venezuela en el Campeonato Sudamericano de 1967 -no obstante lo cual obtuvo su primer halago en la competencia al vencer a Bolivia por 3 a 0, lo que le valió ocupar un ¿digno? penúltimo lugar en la tabla de posiciones-, la auspiciosa campaña realizada por la Selección Argentina. Más allá de la goleada infligida al combinado vinotinto, el cuadro albiceleste superó a Paraguay (4-1), Bolivia (1-0) y Chile (2-0), con lo que arribaba a la instancia culminante como líder del certamen con ocho unidades, una más que el local, Uruguay, su escolta y rival en la jornada de cierre. Sin embargo, el clásico del Río de la Plata favoreció al cuadro charrúa , que logró una ajustada victoria a través de Pedro Rocha, escogido finalmente como el mejor jugador del torneo, y por ende, se consagró campeón (3).
                                                   

      Recién ocho años después se jugó la siguiente edición de lo que pasó a denominarse definitivamente Copa América que, a diferencia de los campeonatos predecesores, no dispuso de una sede fija, aunque por primera vez participaron la totalidad de los miembros originales de la CONMEBOL. Así las cosas, las selecciones intervinientes fueron repartidas en tres grupos de tres equipos, cuyos respectivos vencedores, luego de enfrentar a sus contrincantes en partidos de ida y vuelta -tanto de local como de visitante-, integrarían un cuadrangular a modo de semifinales al que se plegaría Uruguay, clasificado automáticamente a la segunda ronda por su condición de vigente ganador de la competición.
      El sorteo de rigor depositó a Argentina en el Grupo C, que compartió con Brasil y Venezuela. Si bien la producción del conjunto nacional resultó oscilante, exhibió en el pico de su rendimiento un predominio abismal frente a la Vinotinto, a la que le convirtió ¡¡¡16 goles!!! en dos partidos.
      Tras el holgado traspié que sufrió en el Estadio Olímpico de Caracas ante el representativo
 verde amarelo en la jornada de apertura (0-4), la alineación venezolana recibió a su similar albiceleste en el mismo escenario, con la esperanza de ofrendarle a su público una actuación -cuanto menos- decorosa ante un rival incontrastablemente superior.

                                                               

     No fue que el elenco celeste y blanco se hubiera ensañado particularmente con un equipo al que durante años le cabría el mote de Cenicienta -lo que sucedería en la "revancha", así entre comillas-, mas le bastó apenas 10' para establecer un justificado triunfo transitorio al desbordar hasta el fondo el wing derecho de Rosario Central, Ramón César Bóveda, con objeto de habilitar a Leopoldo Jacinto Luque, centrodelantero de River quien, luego de desairar a Orlando Torres, definió de caño ante el achique del arquero Vicente Vega.
     Enseguida nomás, sobrevino la sorpresiva reacción del anfitrión. Acto seguido de haber estrellado un cabezazo en el poste, la arremetida de Ramón Iriarte le otorgó al anfitrión la injusta igualdad, que habría redundado en la segunda anotación de los venezolanos si el mismo atacante hubiera acertado minutos después su intento de emboquillada ante un superado Hugo Orlando Gatti, portero de Unión, a quien salvó el travesaño.
     A partir de allí, la progresiva mejoría de Argentina a la par que el repliegue de Venezuela motivó a los 29' la auténtica obra de arte con que se despachó Mario Alberto Kempes, inestimable valor de la Academia rosarina. El Matador eludió no una, sino dos veces a Vega para empujar el esférico al desguarnecido arco local, que mereció el cerrado aplauso -de pie- de los 8000 espectadores presentes.
     Tan solo 6' después, el intuitivo Luque asedió a la dubitativa defensa venezolana de manera tal, que le robó el balón a E. Torres y, luego de eliminar a Vega, decretó el 3-1 parcial con el que la visita se marchó al intervalo.
     Durante la segunda etapa, el combinado venezolano, apremiado, no fue sino un compendio de errores que invitaba al conjunto de César Luis Menotti a emular el amplio triunfo que obtuviera en el Campeonato Sudamericano de 1967.
     Aun sin planteárselo como objetivo, producto de la merma en la peligrosidad de sus avances, la Selección Nacional consiguió su cuarta conquista a los 23' al procurar Bóveda la posición del Pulpo Luque, quien definió de primera para la algarabía del puñado de hinchas argentinos ubicados en las tribunas, que parecían muchos más al producirse simultáneamente la retirada de la mayoría de la afición vinotinto.
     Producto del enésimo titubeo de la retaguardia de los locales, sobrevino a los 40' el gol de Osvaldo César Ardiles, exquisito volante derecho de Huracán, que no solo selló el pleito sino que asimismo equivale a la máxima goleada de visitante que registra el historial entre Argentina y Venezuela.
    "Flaco, no te vayas..", entonaban a modo de ruego los fanáticos albicelestes que se habían llegado hasta el Gigante de Arroyito de Rosario Central, club del que el entrenador del equipo celeste y blanco es confeso simpatizante. Es que Menotti, rosarigasino él, del barrio de Fisherton, había presentado la renuncia a su cargo en la víspera del desquite ante los venezolanos, al suscitarse una seguidilla de conflictos entre los que destacaba la rotunda negativa de Boca y River de ceder a los jugadores que el DT había nominado para lucir la camiseta del seleccionado (4),  lo que César Luis consideraba una afrenta pues al asumir en sus funciones había exigido como requisito insalvable que se le otorgara prioridad indiscutida al equipo nacional.
    Puesto que la cúpula directiva de AFA resolvió implementar medidas proclives a satisfacer la petición de Menotti, este dejó sin efecto su controvertida dimisión. Solo así se brindó a comandar el lluvioso domingo 10 de agosto de 1975 a un once titular compuesto eminentemente por futbolistas santafesinos, quienes se aprestaban entonces a obsequiarle al técnico que tanto respaldaban una de las mayores alegrías que ostenta su fecunda carrera.

lunes, 6 de junio de 2016

         El Campeonato Sudamericano de 1916: el otro centenario    
   
                                                       

       El contraste entre lo que sucedía en uno y otro margen del Océano Atlántico se constituía tan perfecto como cruel. Mientras el Viejo Continente se debatía en el horror de un enfrentamiento bélico generalizado, una de los naciones más australes de América del Sur se aprestaba a celebrar el centenario de la proclamación de su independencia. Promediaba en Europa la Primera Guerra Mundial cuando en Argentina se anunciaba la organización de las más variopintas festividades en conmemoración de la gesta patria del  martes 9 de julio de 1816. Entre ellas, la instauración del Campeonato Sudamericano de Selecciones, que en virtud de la edición de 1975 adoptaría su denominación actual: Copa América. Es
ésta, a excepción de los Juegos Olímpicos (París 1900), el más longevo certamen en disputa entre seleccionados desde que en 1984 se jugara por última vez el British Home Championship
       Concedido a nuestro país en aras del cumplimiento del trascendental aniversario de su emancipación de la corona española, no fue, en realidad, el Campeonato Sudamericano el primer torneo del que ya había largamente dejado de ser el "deporte de los ingleses locos"-al decir de los criollos de antaño- en el que el representativo nacional oficiara de local. Además de las Copas Lipton y Newton, en la que el equipo argentino confrontaba mano a mano con su similar de Uruguay, ese honor corresponde a la Copa Centenario Revolución de Mayo (1), la primera competencia futbolística de América del Sur en la que
participaran más de dos selecciones, obtenida por el team albiceleste luego de arrollar, respectivamente, a Chile (4-1) y al propio combinado celeste (5-1), en el Estadio del club Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires (GEBA).
       La inmejorable aceptación de la que gozó la celebración del triangular, sumada a la encomiable performance del cuadro nacional, motivó que el 15 de de octubre de 1913 confluyera en las instalaciones de la Asociación Argentina de Football (AAF) -antecesora de AFA (2)- una junta de notables, de los que sobresalió en su intervención el exjugador y entonces dirigente de Estudiantes de Buenos Aires, José Susan.
       En su exposición, a modo de presentación de su novedosa propuesta, Susan destacó: "La AAF resuelve realizar anualmente un concurso de football, instituyéndose al efecto la Copa América (3). Serán invitadas a adherirse a este proyecto las ligas uruguaya, chilena y brasileña, debiendo enviar en caso afirmativo un equipo para disputar la Copa. Este torneo se efectuará en Buenos Aires, en fecha que con prudente anticipación fijará el Consejo (Directivo)". Acto seguido, recalcó: "Este trofeo no podrá ser obtenido definitivamente, pero si alguna de las representaciones que lo disputen vencen tres años seguidos o cinco alternados, serán acreedores a una copa estímulo. El equipo triunfador y referee que actúen en los matches serán premiados con medallas de oro; los demás, con una medalla de plata que consignará la clasificación obtenida".
      Aun pese a la unánime aprobación de su moción, que virtualmente sentaría las bases del Campeonato Sudamericano, en lugar del antiguo referente del Pincha de Caseros, se reconoce como autor intelectual de lo que hoy es la Copa América al periodista y político Héctor Rivadavia Gómez, titular de la Asociación Uruguaya de Fútbol entre 1907 y 1912,  quien en pleno desarrollo de la edición inaugural del certamen atendería a la enorme repercusión que el mismo lograra desde su comienzo. Por ello, convocó a los mandos superiores de las federaciones de Argentina, Chile y Brasil -equipos que, amén del conjunto cisplatino, conformaban el torneo cuadrangular original- a una sesión extraordinaria, a realizarse en la Ciudad de Buenos Aires en una fecha emblemática: el 9 de julio de 1916, en el centenario exacto de la autonomía patria, en la que Rivadavia Gómez estableció los lineamientos preliminares de lo que en la subsiguiente reunión, llevada a cabo el 15 de diciembre de aquel año en Montevideo, derivaría en la concepción de la Confederación Sudamericana de Fútbol, actual CONMEBOL (4).

                                               
      Indudablemente, José Susán resultó relegado en su consideración merced a un conjunto de factores: la avivada de Rivadavia Gómez, quien no sólo captó el indisimulable beneplácito con que fue recibido el flamante torneo que el exmandamás de Estudiantes de Caseros había gestado, sino que a instancias del éxito cosechado se apresuró a proponer en una jornada solemne como es el 9 de julio en nuestro país, la fundación de un organismo rector del fútbol sudamericano, que contó con la anuencia total e inmediata de sus pares; así como el relativo delay -tres años- que transcurrió entre el anuncio de la idea madre de Susan y la consumación de su obra.
      No faltará, seguramente, quien esgrima, en lo tocante a la nacionalidad de procedencia del ideólogo de la Copa América, un nuevo capítulo de la eterna disputa que mantienen Argentina y Uruguay, por el país de origen de Carlos Gardel o por la invención del dulce de leche. Lejos está de la intención del periodista generar una estéril polémica. Es sólo una cuestión de reivindicación -también de minuciosa investigación- a un visionario nacido de este lado del Río de la Plata al que la historia lo confinó injustamente al anonimato. Idéntica mención le cabría si aquél hubiera nacido en el pago oriental.



                                             
                                   El puntapié inicial                             
                                 

      Poco le importó al dicharachero público que se congregó en el estadio de GEBA que no fuera la Selección Argentina uno de los protagonistas estelares del partido inaugural del Campeonato Sudamericano de 1916. Hasta allí se habían llegado, no obstante la onerosa suma que debieron abonar por su localidad -$ 3 el acceso a la cabecera oficial; $ 1, las entradas generales-, para presenciar el desafío entre los combinados de Uruguay y Chile del 2 de julio, a las 14.30.
     Con 10 minutos de retraso, luego de la finalización del encuentro que sostuvieron las Quintas Divisiones de Banfield y Germinal, apareció en el campo de juego la delegación trasandina, que se dispuso a desfilar encabezada por Carlos Fanta -no sólo se desempeñaría como árbitro en representación de su país natal sino asimismo como entrenador del primer equipo-, quien enarbolaba la bandera de la Federación Sportiva Nacional de Chile; seguido del diputado santiaguino Héctor Arancibia Lazo y sus subordinados, portadores éstos de la insignia chilena;  mientras que en última instancia se apreciaba a los actores principales de la comitiva: los futbolistas que integraban la alineación titular y sus suplentes.
     Seguidamente, envuelto en vítores y aplausos al igual que su contrincante, surgió en el field la escuadra uruguaya. Sin dilación, los orientales se encaminaron hacia el palco oficial, en el que, en ausencia del presidente de la Nación, Victorino de la Plaza, se hallaba el titular de la AAF, doctor Adolfo Orma, para proceder a una suerte de ritual que cada seleccionado repetiría en la inminencia del resto de los cotejos del torneo: ofrendar sus hurras tanto al anfitrión como al noble oponente de ocasión, que fue emulado posteriormente por elenco chileno.
     Si bien la supremacía del conjunto celeste se tornó incontrastable desde el arranque, la valla de la Selección de Chile recién resultó vulnerada a los 44' de la etapa inicial, después de que el multicampeón Angel Romano ensayara un remate bajo que Manuel Guerrero, arquero trasandino, alcanzara a rechazar con dificultad, antes de que la gloria del fútbol uruguayo, el Maestro José Piendibene, sacudiera las mallas.
    Luego de haber intercalado ambos equipos situaciones de relativo peligro en el inicio del complemento, se produjo a los 10' el segundo gol del team cisplatino, producto de una estupenda maniobra urdida por Juan Delgado y Piendibene, que culminó con una volea al ángulo de Isabelino Gradín, autor a su vez de la tercera conquista sobre los 25', mediante un inapelable cabezazo cuya soberbia jugada previa había merecido la admiración de la totalidad de los espectadores.
      La conquista que coronó la justificada goleada sobrevino a los 30', como consecuencia de un admirable arresto individual del Maestro Piendibene, quien luego de burlar a los backs rivales batió a Guerrero con un disparo cruzado que sentenció el score definitivo: Uruguay 4 - Chile 0 (5).