martes, 26 de abril de 2016
Maradona preso: mi inocencia interrumpida
-Ma, ¿es él?- pregunté sollozante, como esperando la confirmación menos deseada.
-Sí, hijo. ¿Quién si no? - respondió mi vieja, cuando las lágrimas, a borbotones, habían ganado su expresión.
El escueto diálogo finalizó abruptamente.
No podía ocurrir en otro momento del día. En coincidencia con el ocaso del viernes 26 de abril de 1991, dos de los más conspicuos feligreses del credo maradoneano asistíamos apabullados a la televisadísima y poco espontánea redada policial que derivó en la detención del D10S del fútbol.
El colmo de la impotencia consistía en que nuestro ídolo estaba siendo arrestado a tan solo seis cuadras de casa, en esa esquina de Franklin y Rojas del barrio porteño de Caballito casi tan célebre como se constituiría a posteriori la intersección de la avenida Segurola y (La) Habana de Villa Devoto, en la que Diego Armando retaría a duelo a cierto belicoso rival.
Nunca en mi existencia maldije tan enfáticamente mi tierna edad. Resultaba risueño siquiera pensar en que un mozalbete de diez años pudiera apersonarse en la contingencia del procedimiento y evitar que apresaran a su más preciado héroe. Abatido, me dirigí hacia el mismo patio en el que con asiduidad intentaba emular las destrezas del Diego -siempre fui tan zurdo como él y, además, en esa época, en los picados me desenvolvía en su mismo puesto- a afrontar mi pena en absoluta soledad. Era plenamente consciente de que nada podía hacer por el Pelusa, al que la maraña de cámaras y flashes lo retrataban barbudo -síntoma inequívoco, según ciertos ejemplares que creen conocerlo a fondo, de que el astro anda en la mala-, desvariando y con cara lisérgica.
Aun encanado, suspendido por habérsle detectado dóping positivo (1) y defenestrado por los dogmáticos de ocasión, la admiración que entonces le tributaba a mi idolatrado no disminuyó ni un ápice.
Sin embargo, admito que fue allí que, por más de una razón, sentí ultrajado mi aniñado candor. Desde la "revistita" -tal como llamaba Maradó a El Gráfico cuando ambos rompían relaciones- (2), en rigor, una de las publicaciones que tan prematuramente me movieron a interesarme en el periodismo, sugerían que en el dispositivo montado el 26/4, el Diez -a quien cuando ejemplo adularon hasta la saciedad- había sido pillado en la misma cama con dos amigos suyos.
Es cierto, mil veces había yo tildado de maricón a aquel que no ponía la patita en un partido, pero al mismo tiempo no sabía qué significaba ser homosexual. Me envolvió definitivamente la confusión cuando leí en el controvertido informe aparecido en el legendario semanario
que, a la par, el "máster" -Marcelo Araujo dixit- había sido seducido por una beldad que finalmente resultó ser una policía. ¿Cómo?, ¿no estaba El Diego casado con La Claudia, quien había concebido a los Tanquecitos (Dalma y Giannina, obvio)? ¿Se podía a la vez estar con otra mujer? ¿Era posible que un hombre estuviese con otro hombre aun pese a haber contraído enlace, con hijos y a la vez con otra mujer? ¿Y que un hombre estuviera con otro hombre?
Otra manifestación de mi inocencia interrumpida la brindó el escarnio masivo al que estaba siendo sometido Maradona. Dolió, costó asumir que en esta no tan ideal sociedad un desliz -goces o no de la fama- puede condenarte al ostracismo. De repente, ya no era Diego Armando el mejor jugador del Mundo; el de los goles -el de la Mano de Dios y el más perfectamente logrado en la historia de los mundiales- ante Inglaterra que nos había devuelto las Malvinas; el que había puesto de rodillas a Italia...Ni siquiera, el Embajador Deportivo Itinerante con el que pomposamente lo había condecorado el entonces presidente de la Nación, Carlos Saúl Menem. Claro, el Turco, tan derecho, tan humano, estaba para echar culpas; nosotros, para asumirla: se nos tachaba de sidieguistas, esto es, los alcahuetes del ídolo, los que habíamos cometido el sacrilegio de hacerle creer que era un Ser Superior. Por fortuna para el ex jefe de Estado, muchos de los acólitos del Supremo de Villa Fiorito, a quienes acusaban de haber sido concebidos a imagen y semejanza de su iletrada deidad, no alcanzaban a comprender las alternativas del escandaloso affaire conocido como Yomagate. No por ignorancia o por edad insuficiente -como en mi caso-, sino porque tales herejes
jamás se habrían inmiscuido en tan espurios menesteres.
Superadas las vicisitudes del alboroto mediático, el astro se propuso preparar su regreso a la práctica activa. No obstante, 1991 se suponía inviable para sentar las bases del Operativo retorno, fundamentalmente porque la casaca con la que más se identificó Maradona en su impar campaña no parecía extrañarlo demasiado. En su ausencia, la Selección Argentina dirigida por Alfio Coco Basile conquistó la Copa América en Chile después una racha adversa de 32 años sin consagrarse en el ámbito sudamericano.
Por supuesto, disfruté sobremanera con tamaño logro, máxime en cuanto vi al capitán del equipo, mi adorado Cabezón Ruggeri, alzar el anhelado trofeo. Con todo, debo admitir que habría preferido, en lugar del último caudillo albiceleste, a un Diego pletórico, exultante; aun con sus declaraciones LTA style (3), que tanto hacen resfriar los estómagos de las pretendidas reservas morales.
De todos modos, tenía sobrados motivos para ilusionarme: el Diez ya se le animaba a la redonda. Así como en principio la rompiera en el baby fútbol del Club Social y Deportivo Parque -inacabable usina generadora de cracks- y en partidos a beneficio como el que se organizó a efectos de juntar fondos con el objetivo de donar un tomógrafo al Hospital Fernández, en el que poco antes agonizara y falleciera el actor Adrián Ghío a causa de un gravísimo accidente automovilístico, ya en 1992 se prendió en los ardorosos desafíos de cuatro contra cuatro de Ritmo de la Noche, el programa televisivo en el que, a instancias de Marcelo Tinelli, se amigó públicamente con Menem, e incluso en el irregular aunque sentido homenaje al Búfalo Funes, en el que la totalidad de las futbolistas intervinientes se plegaron a Maradona al desconocer las amenazas de FIFA de sancionar a quienes participaran del acto conmemorativo, por considerarlos cómplices de un jugador que estaba purgando una inhabilitación para desempeñarse como profesional producto de haber incurrido en consumo de cocaína.
A medida que se aproximaba la fecha de caducidad de la pena de 15 meses que le fuera impuesta, arreciaban los clubes interesados en contratar los servicios del astro. Para infortunio de los hinchas de Boca, su sueño habría de postergarse una vez más pues el Sevilla español, que ya había sumado como entrenador a Carlos Salvador Bilardo, el técnico que mejor interpretó la estrella guía del ídolo, y a su tocayo, el todocampista Diego Pablo Simeone, fue la institución que prevaleció en la pugna por adjudicarse su concurso. En lo inmediato, sin embargo, la legión bostera mereció una suerte de premio consuelo.
En virtud de la multitudinaria celebración del debut maradoneano -que no presentación oficial-, fijada para el lunes 28 de setiembre de 1992, se pautó un encuentro amistoso frente al Bayern Munich de su amigo Lothar Matthaus en el estadio Ramón Sánchez-Pizjuán, que para los devotos del Diez obraría de Templo de Fútbol durante una temporada.
Quien piense que les pedí a mis padres faltar a la escuela para deleitarme con la magia del Pelusa, se equivoca groseramente. No fue un pedido sino una súplica, un ruego, una plegaria. Felizmente, mis viejos aflojaron enseguida. Si bien el Diego no la mandó a guardar, grité a voz en cuello, en vivo y en directo, mientras mis compañeros de clase, seguramente, se morían de aburrimiento con Miss Claudia y sus lecciones de inglés, los tres goles con los que el Sevilla venció al conjunto germano (3-1).
Nobleza obliga, no fue que el ídolo se cansó de meterla -la pelota, claro está- en su paso por el equipo andaluz. De hecho, personalmente, esperaba más de él. Lo suyo fueron, más que nada, ráfagas, chispazos, talento ofrendado a cuentagotas.
Eso sí, tampoco dispuso de todas las comodidades como para desplegar su insuperable magia, habida cuenta de las inclemencias de diversa índole que le embarraron la cancha, como la alternancia de lesiones, las persecuciones detectivescas -sí, investigadores privados contratados por los directivos de Sevilla para cerciorarse de la veracidad de los rumores acerca de su ajetreada vida nocturna- y hasta una pelea a puteadas y -posteriormente- a piñas con el Narigón Bilardo, uno de sus más incondicionales laderos en la no tan lejana mishiadura.
¡Cuán necesaria resultó para mí esa performance terrenal del astro! Me ayudó a comprender que el Diego era un D10S...de carne y hueso. Desde luego que a sus 32 años no iba a rendir igual que a sus 25, cuando fue reconocido unánimamente como el mejor jugador del planeta . Por fin, concluí que mi ídolo sólo -tan sólo- estaba de vuelta...y no precisamente en sentido peyorativo.
(1) Luego del partido en el que Napoli superó el 17 de marzo de 1991 como local a Bari (1-0), con gol de Gianfranco Zola, por la 25ta jornada de la Liga Italiana (temporada 1990/91), a Diego Armando Maradona le fueron hallados restos de cocaína en el examen antidóping. No obstante, a la semana siguiente el Diez alcanzó a jugar el partido en el que el cuadro del sur italiano cayó ante Sampdoria por 4 a 1, el último de cuantos disputó en el conjunto napolitano. El astro marcó el único tanto del equipo que capitaneaba, previa contraprueba que confirmó la presencia de la sustancia detectada en el test original, por lo que la FederCalcio le impuso una pena de 15 meses de suspensión.
(2) Tras los polémicos informes aparecidos en la revista, Maradona demandó a El Gráfico al sentirse agraviado e injuriado. A su vez, el corresponsal en Italia de dicha publicación, Bruno Passarelli, quien en infinidad de ocasiones entrevistara al astro, con el que mantenía la mayoría de las veces una relación cordial, editó, en plena endeblez maradoneana, un libro titulado "La caída de un ídolo".
(3) LTA= "La tenés adentro". Sin más.
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