viernes, 2 de octubre de 2015

 
                                     Rock Hudson, el seductor trágico



                                                     
     "Cuando era un chiquillo, supe que quería ser actor. Pero como vivía en una ciudad del Medio Oeste no lo decía porque era una cosa de nenas", reveló ya en su madurez el galante artista de Hollywood al retrotraerse a su infancia, signada por los apremios derivados de La Gran Depresión de 1929.
     De hecho, cuando niño, Roy Harold Scherer, nacido el 17 de setiembre de 1925 en Winnetka (Illinois), residía en una modesta aunque amplia vivienda -propiedad de sus abuelos- con el resto de la numerosa parentela. Mientras que los anfitriones pernoctaban en un porche cerrado, y su tío y esposa -a quienes se sumaban sus cuatro hijos- ocupaban el altillo, al pequeño le asignaron el dormitorio central junto a sus padres.
     Pese al estrecho vínculo que lo unía a su mujer e hijo, papá Roy, mecánico de profesión, abandonó el habitado hogar frustrado por el impedimento de mantener a la familia que había conformado. Nunca volvió: se instaló definitivamente en California.
     Fue allí que Roy Harold junior afianzó sensiblemente el lazo con su madre Kay, de quien heredó, por caso, el escepticismo por la religión en un entorno imbuido por la ortodoxia del catolicismo. Tanto que, en un descuido de su progenitora, la abuela Wood propició el bautismo del niño en la Iglesia del Colegio Sagrado Corazón al que acudían sus primos, con los que compartía la austera vivienda de Winnetka.
     Con todo, Roy jr continuó sus estudios secundarios en la escuela pública New Trier, célebre por la formación musical y teatral que proponía a sus alumnos. Si bien ya disfrutaba con los filmes de John Hall y Dorothy Lamour, lo concreto es que el adolescente distaba entonces de manifestar aptitudes artísticas con las que gozar del favor de las autoridades del establecimiento. Tampoco era que a sus 15 años pudiera jactarse de poseer un rostro atractivo ni un físico de Adonis. Por el contrario, su desgarbados 1,94 metros de altura hacían resaltar todavía más su ya esmirriada figura, lo que redundaba en serias dificultades para conseguir una vestimenta acorde a su considerable estatura.
     Por entonces, Roy se contentaba con aprender a tocar el piano observando a mamá Kay. Así, de oídas, fue capaz de ofrecer distintas versiones de boogie-woogie, que complementaba con rítmicos danzarines de jitterbug. Eso sí, fue desechada la posibilidad de ampliar su educación en una academia pues las financias escaseaban. Inclusive, para abaratar costos, madre e hijo se mudaron a la mansión de una familia pudiente en la que Kay se había empleado, en la que compartían una cama en la habitación consignada al personal de servicio.
    El apuro económico pareció menguar en cuanto Kay -a quien su hijo definió alguna vez como "mi madre, padre y hermana mayor"- conoció al marinero Wally Fitzgerald, quien se desempeñaba como paleador de carbón en la planta Water Works, proveedora de agua y electricidad. Una vez celebrada la boda, Fitzgerald adoptó a Roy bajo su tutela; de ahí que le legara su apellido.
   No obstante la aceptación inicial, fueron las discrepancias en la concepción de la virilidad las que deterioraron progresivamente la relación entre Roy y su padrastro. A las palizas que Fitzgerald le infligía a su esposa -con la que se casó, divorció y luego volvería a casarse-, le seguían las padecidas por el adolescente, puesto que consideraba que solo de ese modo su hijastro se convertiría íntegramente en un hombre.
  Tardíos resultaron, sin embargo,  los lacerantes correctivos. Es que Roy se había decantado con suma antelación. Tenía exactamente nueve años cuando, en virtud de una visita a una granja contigua al hogar de sus abuelos, se sintió atraído por el sexo masculino, especialmente por el dueño de la finca, mucho mayor que él.
                                             

   Recién concluiría que no era el "único que se sentía así" al enrolarse en la Marina, para la que sirvió entre 1943 y 1946. Una vez destinado a la isla Samar (Filipinas) en pleno desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, Roy -entre temerarias maniobras- se introdujo en las experiencias homosexuales con varios de sus compañeros, no sin antes su partenaire de ocasión le garantizara la más absoluta discreción.

   No bien amarró el carguero que lo trasladó hacia su tierra natal, Roy resolvió instalarse en California con objeto de edificar su carrera como actor por una razón primordial: su padre, al que había perdonado su repentina deserción, residía en Long Beach.
   Aun así, la recomposición del vínculo se tornó engorrosa. La nueva familia que había constituido papá Roy no contemplaba la incorporación de un nuevo miembro. Junior intentó paliar la dificultosa convivencia vendiendo aspiradoras puerta por puerta y, posteriormente, manejando un camión para Budget Pack. El indisimulable rechazo del que fue presa, potenciado por su fallida incursión laboral, motivaron al joven de 21 años a mudarse a una austera pensión. Apenas alojado allí, el contrariado huésped se limitó en principio a quejarse de la falta de hospitalidad que a su juicio caracterizaba a la ciudad que acababa de acogerlo.
    No tardó, pese a su lamentación, en descubrir la fecunda actividad gay imperante en Long Beach en la década de 1940. A ese respecto, se abocó a frecuentar bares y playas del ambiente, así como a tomar sol los fines de semana frente al Villa Riviera, concurrido edificio de departamentos de Ocean Boulevard.
    Fue así que en una de sus asiduas rondas Roy conoció a Ken Hodge. El apuesto treintañero, 15 años mayor que él, no solo se correspondía  fielmente con su ideal de hombre  rubio y de ojos claros,
    A la vez que su amante, Hodge -afamado productor radioteatral- fue determinante en dos aspectos fundamentales del despuntar de la trayectoria artística de Roy. Primeramente, a él debe su sesión fotográfica inaugural para publicidad. Asimismo, fue uno de los instigadores del tercer -y último- cambio de identidad de su consentido.
    En efecto, en derredor suyo había consenso de que no iría a encumbrarse en la élite del cine llamándose Roy Fitzgerald, más que nada por la extensión de segunda gracia. Lo que se procuraba, en cambio, era un nombre contundente, directo, de macho. Por fin, surgió una alternativa que satisfizo a todos. Había nacido Rock Hudson...y con él, un insigne exponente de la actuación.

                                         
                                        Una vida de película

   Pese al idilio que mantenía con el productor de radioteatro Ken Hodge, Roy...Rock Hudson no extendió la relación al ámbito profesional. Aun consciente del esmero de su pareja por actualizar su agenda de contactos y presentarlo a los popes de la industria del cine, prefirió encomendarle el rol de apoderado al experimentado agente Henry Wilson, lo que desencadenó el abrupto final de su relación sentimental y el consecuente retorno de Rock a Long Beach tras la breve convivencia en California.
   Wilson -consumado homosexual- se ufanaba delante de los jóvenes aspirantes, a quienes por debajo de la mesa acostumbraba acariciar el interior de sus piernas en las reuniones laborales, de los acomodados lazos que había forjado con los capitostes de Hollywood a lo largo de los años. Por ello, las concurridas fiestas que se celebraban en su fastuosa mansión de Stone Canyon. Ingenuamente crédulos, los veintiañeros.
    En el caso de Rock, a excepción de algún esporádico jugueteo de dudoso gusto, Wilson se dedicó denodadamente a lanzar la carrera artística de su representado. Inmediatamente después de haber montado su propia agencia a efectos de descubrir promisorios talentos, el apoderado inscribió al inexperto Hudson en un curso nocturno de actuación, a la par que le organizó pruebas y entrevistas diversas que posibilitaran su ambientación en el medio.
    En aquella época, los más reputados estudios de cine tomaban pruebas fílmicas a los pretendientes para decidir su contratación. En lo que a Rock concierne, fracasó en sus cinco intentos iniciales. De hecho, por increíble que resulte, la compañía Twentieth Century Fox mostró a sus subordinados uno de los malogrados ensayos de Hudson como cabal ejemplo de que, con sensible esfuerzo, un aciago comienzo puede traducirse en encomiable porvenir.
    Por entonces, Rock Hudson había resuelto ciertamente convertirse en un artista integral. A las lecciones de actuación le sumó clases de esgrima, ejercicios con pesas, equitación y baile clásico.
     Más aún. Con la finalidad de bajar la voz -gritar, en la jerga artística- se apersonó ante el foniatra Lester Luther, partidario de una técnica tan extrema como infalible para corregir su  manifiesto defecto. El especialista pedía a Rock que gritara al máximo de sus posibilidades, fundamentalmente al padecer un resfrío o una infección en la garganta, con lo que se producía el quiebre de las cuerdas vocales y el posterior agravamiento de su voz, lo que junto a sus agraciadas facciones garantizó a la postre suspiros y desmayos en la abigarrada platea femenina.

                                             
                 

       En ese sentido, Hudson debutó en la pantalla grande en 1948, al rodarse el filme Figther Squadrom (Escuadrón de Choque) de Raoul Walsh, director de la Warner Brothers, quien cedió ante la persuasión de Henry Wilson de que su representado interviniera en el largometraje.
     A Walsh, más que sus dotes de actor, aún incipientes, lo convenció la longilínea silueta de Hudson, quien encarnaba en la película a un oficial de la Fuerza Aérea. La verdad es que no era infundada la presunción del afamado director: a Rock le había costado sobremanera la frase textual "vas a tener que poner un pizarrón más grande", todo lo que tenía que decir en su interpretación. Solo su irresistible porte de galán lo salvó de una labor poco decorosa.
     No obstante el reverencial respeto que le inspiraba su director, Hudson fue relegado de la filmación por el propio Walsh, quien en contrapartida le pagaba una modesta suma por lavar y pintar su casa. El rompimiento del contrato no tardó en concretarse.
    Así, Rock acordó en 1949 su ingreso a International-Universal Pictures, por siete años y 9.000 dólares -de aquellos años-. Wilson y Walsh decidieron desestimar la simultánea oferta de Warner Brothers pues Universal aventajaba a su competidora en dos puntos clave: su estudio de clase B, que estrenaba con celeridad filmes de bajo costo, idóneos para que se fogueen los neófitos; y su exitoso departamento de publicidad, que había fogueado y encauzado la trayectoria de un sinfín de celebridades.
    Si bien en su nueva compañía gozaba de inmejorables comodidades, no era -de movida- habitual que Rock se desempeñara como actor. Inicialmente, a fines de ganar notoriedad, los publicistas de Universal instruyeron a Hudson para que asistiera a estrenos y discotheques de moda junto con las más bellas actrices emergentes, con lo se descontaba su aparición en las revistas especializadas. A su vez, se instaba al artista en ciernes a que repitiera la operación aunque en situaciones más sugerentes. En complicidad con un fotógrafo de la compañía, la finalidad era que se retrara a Rock y a su ocasional pareja al calor de la playa o en una piscina.
    Aunque se prestaba al juego, a Hudson acabó por engañarlo la apariencia. Pese a que en igualdad de condiciones prefería intimar con un hombre, fueron reiteradas las oportunidades en que Rock sucumbió a los encantos de una mujer. De la machacante estrategia publicitaria derivó su inesperado romance con la bailarina Vera-Ellen, ligada a Metro Goldwin Mayer, de la que se enamoró profundamente. De todas maneras, el vínculo entre las partes resultó fugaz, fundamentalmente por el desfasaje comprendido entre el vertiginoso ascenso de la carrera de Hudson y la prematura declive de la joven artista que conspiró contra la continuidad del noviazgo.
    Enseguida nomás, Rock superó la ruptura con Vera. Es que el advenimiento del año 1951 le reportó prosperidad tanto en su faceta personal como profesional.
     Respecto de su vida sentimental, Hudson conoció a instancias de un joven agente, Dick Clayton,  a la consolidada pareja conformada por Mark Miller y George Nader, cantante y actor, respectivamente, ambos de vital gravitación en la existencia de Rock por el resto de sus días.
     Tan respetuosos eran los tres de la amistad que habían trabado que Rock no se permitió siquiera la más mínima insinuación hacia Mark o George. Ya por entonces, Hudson se había graduado en el arte de evadir los flashes de los paparazzis en compañía de otro hombre. Por caso, jamás aceptaría salir a cenar de a cuatro o de a dos, lo que podía entenderse como una velada amorosa. Asimismo, si estaba conviviendo en pareja, en su casa coexistían dos líneas telefónicas. Por supuesto, siempre era el actor quien atendía.
     En lo que atañe a su carrera artística, luego de haber intervenido en filmes a los que denominaba "T Y A"-esto es, tetas y arena, por la repetida propuesta del frote de cuerpos masculinos y femeninos en la playa-, Rock accedió a encarnar a Speed O' Keefe en Iron Man (El hombre de hierro), una película que se adelantó 25 años al argumento esencial de Rocky. Allí, Hudson personificó la antítesis del protagonista estelar, Jeff Chandler -Coke-, un boxeador engreído, sucio y tramposo. Ese mismo año, Hudson obtuvo un papel relevante en Bend of the River (Horizontes Lejanos), un western en el que sobresalían actores de la talla de James Stewart, Arthur Kennedy y Julie Adams.
    Si bien en la gestación del filme su presencia había resultado eclipsada por la actuación de tamaños artistas, durante el estreno mundial, celebrado en Portland, fue Rock -por escándalo- el más aplaudido de los actores. Mientras saludaba al efusivo público a bordo de los convertibles llenos de flores que transportaban a los astros del espectáculo, creyó oír un inédito cántico. "Queremos a Hudson", atronaba con creciente fervor. Las embelesadas féminas -de todas las edades- derrumbaron las vallas de contención. El flamante ídolo solo pudo eludir el desborde de sus extasiadas fanáticas  mediante la ayuda de la custodia policial.
    Conscientes de la irrefrenable popularidad de Rock Hudson, la cúpula mayor de International-Universal Pictures le otorgó papeles protagónicos en diversas  películas Clase B, como Scarlet Angel (El Angel Escarlata), The lawless breed (Fuera de la ley) y The Golden Blade (La espada dorada), tras lo que la novel estrella logró el rol principal en la reposición de Magnificent Obsession (Obsesión), de 1954, acompañado por la grácil Jane Wyman, entonces casada con el mediocre actor Ronald Reagan, futuro presidente de Estados Unidos.
    El remake de Obsesión arrasó con el éxito conquistado por la versión original, de1936. El filme protagonizado por Rock recaudó por todo concepto US$ 8.000.000, con lo que el ya consagrado actor -que recibía un promedio de 3000 cartas semanales de sus admiradoras-se erigió como la figura más taquillera de Universal.
    A la fortuna que caracterizaba su ascendente carrera se yuxtapuso un desengaño amoroso que apaciguó el ánimo de Rock. Después de una larga convivencia, el actor terminó su longeva relación con Jack Navaar -una de las más tórridas de su haber-, en coincidencia con la intrusión de las revistas de espectáculo en su enigmática intimidad. Mientras que Life -una de las publicaciones más vendidas del planeta- lo situaba como el galán predilecto de la afición femenina, las notas aparecidas en la controversial Confidential se preguntaban: "¿Cómo explicar que (Rock Hudson) nunca se relaciona con las mujeres que lleva a sus fiestas?". Incluso, esta última llegó a ofrendarle varios miles de dólares al entorno del popular artista para que testimoniara sobre su homosexualidad. Por supuesto, la propuesta fue rechazada de plano.
   Como consecuencia del rebote de los rumores acerca de su vida íntima, Hudson acató la sugerencia de Henry Wilson. En noviembre de 1955, contrajo matrimonio con la servicial secretaria de su representante, Phyllis Gates, quien al igual que su marido se había criado en el Medio Oeste de Estados Unidos. Fue una ceremonia relámpago, secreta. Es más, Rock ni siquiera invitó al casamiento a su adorada madre -quien jamás le perdonaría el desplante- ni a los integrantes de lo que consideraba su nueva familia: sus compinches Mark Miller y George Nader.
    En un principio, la unión entre Rock y Phyllis se insinuó ideal. Juntos, se fueron a vivir a la primera casa que adquirió el ídolo de la pantalla cinematográfica. Allí, Hudson devoraba con enjundia su menú preferido: pan de carne con puré de papas, unas de las especialidades de la ama de casa, ya desvinculada del estudio de Wilson.
    Sin embargo, luego de la luna de miel, el sagrado enlace de la pareja comenzó a resquebrajarse progresivamente. El viaje de placer, que comprendió una semana en las paradisíacas playas de Jamaica, fue procedido por una serie de desencuentros que propiciaron entre líneas el disparador de dos corrientes de opinión diametralmente opuestas acerca de la autenticidad del matrimonio.
    Por un lado, abundaban quienes aseveraban que Rock se había casado con Phyllis para acallar las voces que aludían a su homosexualidad, Por otro, los que postulaban que era una ridiculez atribuir a la conveniencia la unión matrimonial de los involucrados, puesto que en tal caso Hudson habría pactado desde el vamos un acuerdo presupuestario con Gates, que evidentemente no se produjo de acuerdo con el acalorado enfrentamiento suscitado entre las partes en el juicio de divorcio iniciado por el componente femenino de la frustrada pareja.
    En el litigio, Phyllis resultó la evidente beneficiada pues además de quedarse con la primera casa que con el esfuerzo de su trabajo se adjudicara Rock, este fue conminado a abonarle 250 dólares semanales por diez años y a cederle su lujoso automóvil Ford Thunderbird descapotable.
    Entretanto, Hudson canalizó la adversidad del pleito cosechando un éxito tras otro en la industria cinematográfica. Habida cuenta del suceso que promovió Gigante (1956), en la que por primera vez compartió cartel con su amiga Elizabeth Taylor, Rock fue nominado al premio Oscar como mejor actor de la temporada.
    A modo de equilibrio, a su incapacidad de conquistar la trascendental estatuilla le siguió la rúbrica de un curioso récord: a través de siete años consecutivos (1957-1964), Rock Hudson se impuso con holgura en la encuesta Nombre su astro favorito , de la Motion Picture Film Buyers.
    Fue en ese lapso que su profesión le brindó la inestimable chance de toparse con Doris Day, a quien como persona amó profundamente. El debut cinematográfico del dúo ocurrió al estrenarse en 1959 el rendidor filme Pillow Talk (Secretos de Alcoba), en el que, en una pantalla partida a la mitad, Rock encarna a Brad Allen, un seductor telefónico de poca monta que mantiene eternamente ocupada la línea; y al no cortar, impide la libre comunicación de Jan Morrow, una mujer profesional que vive sola  y se ve obligada a tolerar los paupérrimos intentos de su interlocutor por ganarse su favor.

                                                           
   
 
     Dos años después, Hudson y Day fueron llamados a protagonizar Lover come Back (Pijama para dos), de similar argumento al rutilante Secretos de Alcoba, que recaudó ¡más de 1.000.000 de dólares! que su precedesora: US$ 8.500.000.
   En cine, el último acto en el que confluyeron los entrañables amigos se produjo en 1964, con Send me no flowers (No me mandes flores), en el que pese a haber totalizado US$ 9.129. 247, arrojó como saldo críticas dispares.
   La verdad es que no extrañó  la relativa trascendencia que los medios le dedicaron al filme, puesto que aquel era un período en el que prevalecía la industria de la televisión. Inclusive, el prototipo del galán nortamericano había adoptado un viraje radical: los más requeridos eran los pequeños feos, como Dustin Hoffman, Al Pacino o Robert de Niro, de excelente prestación en la labor de actor(es), aunque lejos de ostentar las atrayentes facciones de un Rock Hudson, quien a sus casi 40 años no tenía más opción que reinventarse si pretendía permanecer en los primeros planos del mundo del espectáculo.
   Aun con su popularidad en caída, Rock se obcecó en adquirir la ostentosa mansión perteneciente a Sam Jaffe, tasada en U$S 167.000. Enterados del capricho del actor más popular de su compañía, los mandamases de International -Universal Pictures lo utilizaron como variable de persuasión al culminar en 1962 el vínculo de Hudson con el afamado estudio que lideraban.
  Finalmente, después de que Universal transfiriera el título de propiedad, Hudson se adueñó de la fastuosa morada emplazada al 9402 de Beverly Crest Drive (Beverly Hills). En una operación que comprometió seriamente sus arcas, el actor se entregó durante 23 años a remozar y reconstruir lo que originalmente había bautizado como Whisky Hill, pero que acabó por denominar El Castillo o La Cresta, con predominio de la primera alternativa.
  A la opulenta fortaleza, concebida a imagen y semejanza de la arquitectura colonial mexicana, no le faltó nada. Aunque de sus interminables recovecos, el jardín era el preferido de Rock. Allí, levantó un invernadero que colmó de orquídeas, mientras que en derredor estilaba cultivar menta, lima y durazno para los tragos sensación del verano: daiquiria y julepes. Todo bajo la experta supervisión de Clarence Marimoto, el jardinero que Hudson -pese a que no se destacaba por la generosidad en el pago de los sueldos a sus empleados- consideraba de su familia, al igual que a Mark Miller y George Nader.
   En esa época, el actor ya se había librado de Henry Wilson, de llamativo aletargamiento en sus funciones, para vincularse con el segundo apoderado de su carrera, John Foreman, quien se desempeñaba en CMA.
A su vez, no obstante el déficit que marcaban sus finanzas, lo alivió haber finiquitado en 1966  su convenio con Universal, por lo que se arrogaba el derecho de filmar cuando se le antojara, escoger los papeles de su gusto y desenvolverse en la compañía que le dictara su voluntad.
  Tras la emancipación artística, Rock cumplió un sueño: protagonizar en 1969  una película de vaqueros con una leyenda de la actuación: John Wayne, epítome del western norteamericano. Aunque The undefeated (Los Invencibles), no redundara en un rutilante éxito de taquilla, fue en rigor a la realidad el último filme en el que Hudson logró trascender. De allí en más, siguieron producciones de escasa repercusión, como Pretty maids all in a row (Chicas lindas en fila), de 1970, una comedia más que insinuante y menos que pornográfica en el que Rock encarna a Tiger, un impetuoso consejero de colegio secundario que copula no solo con las alumnas de diminutas minifaldas, sino a su vez con el cuerpo de querendonas profesoras del establecimiento educativo.
  De ahí que al año siguiente Rock se replanteara actuar en televisión, a la que hasta ese momento había mirado con oprobio por considerarla el último recurso al que debiera apelar un artista confinado al relegamiento.
  La oferta que le acercó la NBC terminó por convencerlo: Rock Hudson, a quien abonarían US$ 120.000 por capítulo -cifra inédita en la TV-, protagonizaría la serie McMillan y señora, en el marco del ciclo El Cine de Misterio. Al maduro galán lo apuntalaría un elenco integrado por William Powell, Myrna Loy y Susan St. James, elegida especialmente por la estrella principal.
   Aunque congeniaron en las citas previas, Rock se sintió perturbado conforme fue compartiendo con Susan las 12 horas de ensayo que demandaba el programa. Salvadas las diferencias superficiales -ideológicas, de edad, incluso de hábitos alimentarios-  Hudson consideraba que el potencial artístico de St.James, de auspicioso desempeño en las prácticas preliminares, se diluía apenas se encendía la luz roja de la cámara.
   Aun así, Mc Millan y señora le valió enormes ganancias a la cadena NBC al liderar indiscutiblemente su franja horaria por cinco años. Poco le significó a Rock que en ese período Susan St. James fuera nominada en cuatro oportunidades al premio Emmy, si él jamás se entregó por completo a un proyecto al que solo había accedido por cuestiones monetarias.
   Distinta resultó, en contrapartida, su predisposición al introducirse en un género ajeno a su educación artística: el teatro, lo que contribuyó al éxito de la comedia musical I do, I do (Sí, sí), de 1973, que incluyó una gira a nivel local e incluso una función en Londres (1975).
    Las ganancias que devinieron de su bautismo de fuego en las tablas, posibilitaron en 1977 la ejecución de Camelot, la obra predilecta de Rock, en la que acaparó la escena interpretando con aplomo al Rey Arturo.
    Con todo, la euforia que había envuelto a Hudson por haber recobrado su protagonismo en el ámbito del espectáculo sufrió una abrupta interrupción en la temporada otoñal de aquel año, producto del fallecimiento de su madre, víctima de un derrame cerebral.
    De todos los miembros de su numerosa familia, mamá Kay era la única a la que verdaderamente había amado. Luego del abandono de papá Roy, la trabajadora mujer redobló su esfuerzo por atenuar los apremios que padeció su  hijo durante la niñez y la temprana adolescencia. Fue 1977 el único año en que Rock Hudson evitó festejar Navidad, su fecha predilecta.
    El abatimiento en el que se sumió Rock por el deceso de su madre provocó que el actor incurriera en excesos de todo tipo. Pese a que desde 1974 vivía un sólido romance con el exbailarín Tom Clark, quien no solo dormía en su misma habitación sino que asimismo se había convertido en su representante, su apetente libido le exigía relacionarse paralelamente con sujetos desconocidos. En ese sentido, el artista, que ya no volvió a flirtear con el sexo opuesto, era capaz de intimar en pleno avión con un comisario de abordo o con los carpinteros y maitres de los hoteles de Nueva York en los que solía hospedarse. Concurridas resultaban, a su vez, las denominadas Fiestas de las bellezas que acostumbraba ofrecer en El Castillo, en las que se constituía cual común denominador el incesante desfile de jóvenes musculosos.

                                             
         
    A propósito del cuidado de su cuerpo, Rock padeció en esa etapa un indisimulable aumento del contorno de su otrora pétrea cintura, producto del ahínco con que engullía calóricos menúes, regados con sus elixires etílicos de cabecera y coronados por interminables sesiones de tabaco. Hudson se suponía inmortal.
    En un rapto de lucidez, sin embargo, intentó rectificarse al aceptar en 1982 el rol de detective en el programa televisivo The Devlin connection (La conexión Devlin). Pese a ello, su organismo ya había sido por demás contaminado. En la víspera de la grabación del cuarto episodio, Rock despertó en su dormitorio, de madrugada, con agudos dolores de pecho, a la par que su pálida expresión delataba la pérdida de la sensibilidad de sus miembros superiores.
   Una vez ingresado el famoso paciente en el Hospital Cedars-Sinai, los facultativos le efectuaron un electrocardiograma que descartó la posibilidad de que hubiera sufrido un ataque cardíaco, por lo que apenas abandonó el nosocomio retornó a los estudios televisivos de la NBC.
   El cardiólogo Rex Kennamer, anoticiado de que Rock ya había padecido anteriormente dolencias en la zona pectoral, ordenó se le realizaran al artista exámenes exhaustivos con suma urgencia. ¿El saldo de los tests? El actor poseía tres arterias coronadas bloqueadas, por cuanto fue inmediatamente internado a efectos de practicársele una intervención en la que le colocaron cinco by-passes.
   A todos, menos a Rock, sorprendió la rapidez con que se recuperó de tan delicada operación. "¡Voy a vivir hasta los cien años!", exclamaba el maduro galán con renovado júbilo
    En fatal contraste con su esperanzador vaticinio, la irremisible enfermedad que jaqueó su salud para siempre. En pleno desconcierto, se culpó a la comunidad gay de la diseminación del extraño mal. Las muertes se sucedían inexorablemente. Había llegado La Peste Rosa... (continuará).
 
 

 



 


 


 

   

   
   

 

   

 
 

 
 
 
 
   
 

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