lunes, 3 de agosto de 2015

 
                          Cuando una bengala asesinó al fútbol
             
 
     La fecha de caducidad del autoproclamado Proceso de Reorganización Nacional se avecinaba inexorablemente. Durante siete años y casi otros tantos meses, la dictadura más sanguinaria de las que detentara ilegalmente el poder en el país se había abocado a acallar las voces de discrepancia con premeditación y alevosía. El plan de aniquilación sistemático pergeñado por las sucesivas juntas militares que usurparon el mando a partir del miércoles 24 de marzo de 1976 incluyó desde exilios involuntarios, secuestros forzosos y apremios ilegales pasando por la organización de la Copa Mundial de Fútbol 1978, cuyo escenario consagratorio para la Selección Argentina distaba  pocas cuadras de uno de los más activos centros de detención clandestinohasta llegar a la declaración de guerra por las Islas Malvinas, Georgias y Sándwich del Sur a una potencia de la talla de Inglaterra, sensiblemente reforzada en sus filas. La capitulación de las huestes patriotas, después de 74 días de intercambiar hostilidades con el enemigo, sentenció el original propósito de los represores de perpetuarse en el mando. De hecho, fueron los propios jerarcas castrenses quienes, una vez asumido el estrepitoso fracaso de su gestión, propiciaron el retorno de la democracia. Es que, más allá de los aberrantes crímenes de lesa humanidad perpetrados por los capitostes del Proceso y sus subordinados, patentes en el asesinato y desaparición de más de 30.000 personas, ya habían quedado largamente al descubierto los efectos de la inviabilidad de su modelo económico, traducido en corrupción, endeudamiento, desempleo, desigualdad, pobreza e indigencia crecientes.
     Era inmejorable, por tanto, la oportunidad que se les presentaba a los partidos políticos, favorecidos por la convocatoria a elecciones fijada para el 30 de octubre de 1983, de consumar el objetivo primordial de la convergencia conocida como La Multipartidaria, concebida en 1981: persuadir a las autoridades del régimen militar para que cesaran en su mando y así, una vez restablecidas las garantías constitucionales, encauzar el errático rumbo de la nación.
     No obstante lo que pudiera presuponerse, la transición comprendida entre el final de la dictadura y el comienzo de la democracia distó de resultar una etapa signada por la armonía. Acaso sobreadaptado a la opresión imperante en los años de plomo, hubo un sector de la fuerza política de mayor predicamento en nuestro país que en sus manifestaciones públicas dilapidó la restitución del irrenunciable patrimonio que implica la libertad de expresión.
      En el último acto de su campaña proselitista, uno de los principales exponentes del justicialismo 
protagonizó un episodio de vandalismo que minaría considerablemente las posibilidades de la fórmula Italo Lúder-Deolindo Bittel. Fueron más de 1.000.000 de personas las que contemplaron estupefactas la quema de un ataúd con los colores e insignias de la Unión Cívica Radical -tradicional rival del justicialismo- por parte del dirigente sindical Herminio Iglesias, quien se postulaba a gobernador por la provincia de Buenos Aires.
       No extrañó en ese sentido el postrero triunfo de arremetida del tándem Raúl Ricardo Alfonsín-Víctor Martínez. El mensaje transmitido por los adherentes que cosechó el radicalismo en la víspera de los sufragios fue por demás elocuente: el pueblo estaba hastiado del patoterismo, de las imposiciones y de que se corporizara ante sí el símbolo de la muerte, más propio del nefasto período ya en retirada que del esperanzador porvenir.
      El fútbol, impar fiesta popular argentina, fue otro de los ámbitos jaqueado por el matonismo y la violencia en supuestos tiempos de unidad fraternal. Si bien para 1983 ya se contaban más de 100 víctimas fatales a nivel doméstico en los estadios y sus alrededores, nunca hasta entonces las denominadas barras bravas, grepúsculo de hinchas caracterizados proclives a los incidentes de trágicas consecuencias, habíán adoptado un protagonismo tan preponderante.
     En aquella época, de hecho, un inédito acontecimiento ocurrido en ocasión de un tradicional enfrentamiento entre dos importantes clubes sentó las bases de la creciente saña con que los barras acometerían contra sus rivales con el trascurso de los años.


                                                  El fulgor de la muerte
 
                                                               

    De la incontable masa de fanáticos de Boca Juniors, la hinchada más numerosa de los equipos del fútbol argentino, se desprende un sector conocido como La 12 (1), facción de bullangueros adictos que, dotados de estandartes y bombos, suelen ubicarse de prepo en el medio de la segunda bandeja popular de La Bombonera, denominada Natalio Pescia, que linda con Casa Amarilla.
    Desde su organización como grupo de choque en la década de 1960, la barra xeneize se había ganado el respeto de sus similares producto de la bravura exhibida en los encarnizados combates con que los vándalos dirimían y dirimen sus diferencias. De ahí la colección de trofeos de guerra de la que siempre presumió La 12.
    A comienzos de 1983, José Barrita, alias El Abuelo -o simplemente José-, quien fuera -es- el más emblemático líder de la barra boquense, se propuso reafirmar su privilegiada condición. No le había bastado con destronar a Enrique Ocampo, uno de los máximos referentes histórico de la barra brava bostera, más conocido como Quique, el Carnicero, sino que, a su juicio, su propósito se materializaría al batirse a duelo con sus pares de Quilmes, quienes se habían atrevido a despojar a Barrita y sus alfiles del finalmente frustrado viaje de las hinchadas argentinas a la Copa del Mundo de España 1982.
   Tras la victoria de Boca por 1 a 0, por la 33 jornada del Torneo Metropolitano '82 -que culminó al año siguiente con la consagración de Estudiantes-, emanó del Abuelo la orden de emboscar a los caracterizados hinchas cerveceros, quienes -en ausencia de su mítico cabecilla, el Negro Thompson, alertado del preferencial trato que pensaban brindarle Barrita y compañía-, procedieron a desconcentrarse con mayor celeridad de la usual. Los quilmeños, de todos modos, fueron interceptados por los barras auriazules a pocas cuadras de La Bombonera, a la altura de las inutilizadas vías férreas linderas al estadio. La furia del bando liderado por El Abuelo propició una fatal baja a su contrincante, no obstante lo cual parte de los aficionados cerveceros logró huir y reagruparse a la altura de Caminito, segundo escenario de la cruenta refriega. Allí, un vehículo identificado con la parcialidad visitante ultimó a fuego de revólver a un joven integrante del bando oponente para enseguida confundirse en la penumbra de la estival noche.
   Producto de la inesperada resistencia ofrecida por la barra brava de Quilmes, los mandamases de La 12 urdieron una nueva incursión vandálica que la erigiera definitivamente en la hinchada más temida del país. No serían, pese a la luctuosa reyerta, los cerveceros -enemigos más circunstanciales que tradicionales- quienes volverían a padecer la vileza de la barra xeneize, sino La Guardia Imperial de Racing, que entonces acababa de hacer la amistad con River, el más recalcitrante rival de la ilícita asociación comandada por el Abuelo.
  Una escaramuza de relativas consecuencias entre barras boquenses y racinguistas, acaecida en virtud de la victoria de La Academia en cancha de Independiente (2-0), por la segunda fase de la Zona B del Campeonato Nacional -doblete pincharrata-, obró de pretexto ideal para que La 12 apurara su finalidad, pautada para la noche del miércoles 3 de agosto de 1983, en la que en feudo xeneize se reeditaría el clásico entre los conjuntos de La Ribera y el de Avellaneda, ya por el Torneo Metropolitano del año en cuestión.
  Ávida de sangre, La 12 de José desechó sin embargo los habituales elementos con que las barras de la época flagelaban a sus oponentes -entre otros, palos, cadenas y manoplas-, pues el Abuelo y sus adláteres no habían planificado abordar directamente a La Guardia Imperial. Ni siquiera contemplaron la utilización de armas de fuego. En cambio, los beligerantes partidarios xeneizes
dieron con un apostadero naval contiguo al Riachuelo en el que se aprovisionaron de inéditos artefactos en el prontuario de todo barra brava que en aquel momento se preciara de tal: un lote de bengalas marinas, empleadas, eminentemente, por las embarcaciones en situación de conflicto en pleno altamar para pedir auxilio. Una vez lanzado el lumínico proyectil en dirección al cielo, recorre aproximadamente 300 metros, luego de lo que estalla a efectos de producir un centelleo nítido que oriente a los posibles socorristas.
  La sofisticada estrategia de La 12 había sido ensayada hasta la saciedad en el encuentro en que Boca oficiara de anfitrión previa al enfrentamiento con Racing, en el que la escuadra auriazul se impusiera a Vélez por la mínima diferencia.
  Con todo, la barra xeneize decidió afinar más aún su puntería en el cotejo preliminar frente a la
Academia, en el que las hinchadas intercambiaron los sempiternos cánticos de tenor amenazante.
 Aunque con destinos disímiles , fueron cinco las bengalas disparadas por La 12 del Abuelo. De las dos primeras, que iniciaran la sucesión de detonaciones a las 20.26 horas de la gélida noche futbolera, una alcanzó un conventillo adyacente a La Bombonera, cuyo principio de incendio fue providencialmente sofocado por los Bomberos Voluntarios del barrio de La Boca, mientras que la restante impactó en plena calle, a centímetros de un almacén situada en la esquina de Magallanes y Garibaldi.
   Después de que la tercera luminaria se estrellara contra el Sector B de plateas del estadio azul y oro, colmado de simpatizantes del cuadro local, el cuarto proyectil lanzado -ya con los primeros equipos y el árbitro Teodoro Nitti en el campo de juego- rozó las humanidades del campeón mundial Sub-20 con la Selección Nacional en 1979, Hugo Alves, lateral derecho del club xeneize, y de Luis Pintos, médico de la visita -previo paso por Boca desempeñando idéntica labor-, y culminó su recorrido prácticamente bajo los botines de Carlos Cacho Córdoba, marcador de punta izquierdo de los de La Ribera.
  Finalmente, los barras de La 12 lograron satisfacer su instinto asesino. La quinta bengala, disparada a las 20.55, se dirigió con trayectoria entre zigzagueante y horizontal hacia la segunda bandeja del lado del Riachuelo, atestada de hinchas de Racing, para perforar la carótida de Roberto Alejandro Basile (25), empleado del exbanco Shaw y estudiante de Ciencias Económicas en el Liceo Militar General San Martín, quien luego de dos años de ausencia había resuelto concurrir al fútbol en compañía de su novia -con la que pensaba casarse en breve merced al crédito que acababa de otorgarle la institución para la que trabajaba- y uno de sus más dilectos amigos

                                         

    La muerte del joven -precedida por la del sexagenario Juan Carlos Vidal, fulminado minutos antes por un paro cardíaco en la platea local- resultó instantánea. Su inerte cuerpo, yacente en los escalones de la cabecera visitante, intentó ser socorrido en primera instancia por un simpatizante racinguista, Rubén Rosales (30), de profesión electricista. Fue en ese preciso instante que la humeante humanidad de Basile comenzó a fulgurar, pues la bengala asesina disparada por los barras bravas de Boca tan solo había recorrido 100 metros de tribuna a tribuna, de manera que faltaban otros 200 para que el artefacto pirotécnico cumpliera su función elemental de estallar produciendo coloridos centelleos. Por ello, la herida de gravedad de Rosales en su vista, motivo por el que fue trasladado sin dilación a la clínica oftalmológica Santa Lucía.
  Insólitamente, mientras los restos mortales de Basile aguardaban por ser retirados rumbo al cercano Hospital Argerich, los presidentes de Boca y de Racing -Martín Benito Noel y Enrique Taddeo, respectivamente-, el referee  Teodoro Nitti y la Policía Federal -encargada esta última de velar por la (in)seguridad del espectáculo a través del comisario Aquiles Semillani, titular de la seccional número 24, con jurisdicción en la zona- decidieron por unanimidad que el clásico se jugaría de todas maneras (ver "El partido que...") , puesto que -de acuerdo con su parecer- suspender el encuentro podría redundar en una tragedia aun mayor.
  Al tiempo que La Guardia Imperial abandonaba el estadio clamando venganza al grito de "cinco por uno, no va a quedar ninguno", en directa alusión al criminal episodio perpetrado por La 12, las fuerzas del orden -producto del dispositivo diagramado por la policía con respaldo de Gendarmería- detuvieron a 15 componentes de la barra brava xeneize, entre quienes destacaban su jefe, José Barrita, y Miguel Eliseo Herrera -apodado el Narigón-, y el Nene Roberto Horacio Caamaño, sindicados los dos últimos como los culpables de haber arrojado las cinco bengalas que surcaron la noche del  miércoles 3 de agosto en ocasión del clásico disputado por Boca y Racing, por el Torneo Metropolitano 1983.
  Poco después de que el cuerpo de Roberto Alejandro Basile, residente en la localidad bonaerense de San Andrés, partido de General San Martín, fuera velado en una casa de sepelios capitalina para recibir acto seguido cristiana sepultura en el Cementerio de la Chacarita, el Abuelo recuperó su libertad a instancias de la fianza que pagara cierto mecenas del barrio de La Boca. Tras un fugaz período alejado de los estadios de fútbol, José Barrita retomaría presencialmente el mando de La 12 para emprender el acto culminante de su caterva en 1983 (2).
  En lo competente al Narigón Herrera y al Nene Caamaño, el paraguas protector de una confluencia de notables, de la que sobresalía el legendario caudillo radical del barrio de La Boca, Carlos Bello -de llamativo lazo estrecho con las huestes del Abuelo, de filiación peronista-,  y las exitosas defensas de los abogados Víctor Sasson y Graciela de Dios, motivó que los barras apenas fueran conminados a purgar una condena de dos años en suspenso por homicidio preterintencional, esto es, que el agresor actúa con el único fin de lastimar a la víctima pero final - e involuntariamente- provoca su muerte. La benévola Sala Uno de la Cámara Penal justificó así su dictamen: "Aquí tenemos a dos individuos que en su afán de superar las demostraciones de adhesión a su equipo predilecto (es necesario destacar el apasionamiento que tradicionalmente ha caracterizado a los adictos a Boca Juniors), han desarrollado conductas de gravísimas consecuencias, en las que parece innegable la influencia de su integración al Grupo". La única accesoria que se les impuso a ambos barras fue la de inhabilitación de acopiar armas de fuego por ocho años. Triste pero cierto.
    Así las cosas, lejos de pactar una tregua -amén de alguna escaramuza aislada, el atinado despliegue policial impidió la vendetta de La Guardia Imperial en el triunfo xeneize como visitante por 3 a 1, correspondiente al partido de revancha del Metro '83-, los enfrentamientos literalmente a muerte entre las hinchadas de Boca y Racing recrudecieron aun cuando sus primeros equipos pertenecían a distintas divisionales.
    En coincidencia con la confirmación de las rebajas de las condenas de Herrera y Caamaño, que los eximía de afrontar prisión efectiva, se consignó -por increíble que parezca- a La Bombonera albergar el nocturno cotejo de ida en que confrontarían Banfield y Racing por el Torneo Octogonal de Primera "B" 1985, válido por el segundo ascenso a la División Superior (3). A la golpiza que los miembros de La Guardia Imperial le propinaron a un puñado de integrantes de La 12 en la boquense Plaza Matheu, le siguió la tentativa de represalia de la barra brava bostera. Consumada la victoria de la Academia por 3 a 1, los vándalos auriazules -frustrada su intentona de abordar a sus pares racinguistas- la emprendieron contra los hinchas genuinos del team de Avellaneda para acribillar a balazos a Daniel Alejandro Souto (20), testigo involuntario del espantoso deceso de Roberto Alejandro Basile.
    Finalmente, el caso de Marcelo Gulowaty. Este adolescente, de solo 17 años, fanático de Boca, fue individualizado por una iracunda patota de adictos a Racing, quienes al reparar en la camiseta azul y oro que el indefenso muchachito lucía, lo estrangularon y arrojaron del vehículo -en movimiento- que víctima y victimario(s) compartían, a la altura de General Guido, ciudad cabecera del partido homónimo (Ruta 2), con el propósito de asistir al amistoso disputado en Mar del Plata el martes 6 de febrero de 1990, en el que los xeneizes superaron a su contrincante por 2 a 1.
     Por supuesto, La 12 y La Guardia Imperial se atribuyen las bajas ocasionadas al bando contrario. A la vez que los barras boquenses entonan un cántico en el que prometen "matar una gallina y Racing el tercero", los de La Academia retrucan amenazando con que van a "ir a La Bombonera y otro bostero puto se va a morir".
     Eso sí, el pretendido arrojo de que alardean los caracterizados vándalos no se consustancia con la realidad:  Basile, Souto y Gulowaty no integraban barra brava alguna. Por lo contrario, eran tres hinchas auténticos, tres muertes inocentes, tres pérdidas irreparables. Garantizada su impunidad, se entiende que estos delincuentes disfrazados de amantes del fútbol ensayen estrofas jactanciosas: ninguno de sus aberrantes crímenes llegó a esclarecerse jamás.



                           El partido que nunca debió haberse jugado


    
       Los 22 protagonistas estelares rubricaron un pacto tácito: esmerarse denodadamente por sustraerse de la tragedia que habían atestiguado desde la verde gramilla y ofrendarle a la aún estupefacta concurrencia el generoso espectáculo por la que aquella se había llegado originariamente  hasta Brandsen 805, una vez decretada la descabellada determinación de que se disputara el clásico de la jornada.
     A ese respecto, los audaces conjuntos de Boca y Racing  alternaron considerables chances de inaugurar el score, hasta que a los 13' una falta en perjuicio del atacante xeneize Juan Manuel Sotelo derivó en un tiro libre ejecutado por Ricardo Alberto Gareca que, luego de desviarse en la barrera del cuadro visitante, descolocó al arquero de los de Avellaneda, la Pantera Carlos Rodríguez -campeón con la escuadra azul y oro en el Metropolitano 1981-, pegó en un poste y se introdujo en la valla racinguista.
    Tan solo 10' más tarde, un experto cabeceador como Víctor Marchetti bajó una pelota en dirección al corazón del área boquense en procura de Osvaldo Rinaldi -hermano de Jorge Roberto, la Chancha, a la postre futbolista de la institución de La Ribera- quien para no ser menos se lanzó en palomita y vulnero el arco custodiado por Hugo Orlando Gatti.
    No conforme con haber logrado la igualdad transitoria, el equipo dirigido por Juan José Pizzuti se volcó netamente a la ofensiva. Sin embargo, su segunda conquista solo puede calificarse de insólita. Sobre los 35', el volante izquierdo del team local, Carlos Mendoza, ensayó un displicente taquito en mitad de cancha capitalizado por el primer zaguero central racinguista, Diego Castelló, cuyo potente rechazo -distante aproximadamente a 50 metros de la valla defendida por el Loco Gatti- sorprendió al excesivamente adelantado guardameta auriazul y mutó a justiciero golazo a favor de la Academia, antes de que el árbitro Teodoro Nitti ordenase el final de la primera mitad.
    Resuelto a defender una victoria con la que rectificar su opaca campaña, Racing cedió ex profeso la iniciativa y, ya desde el comienzo del complemento, no tuvo más opción que soportar los persistentes aunque infructuosos embates de la delantera boquense. De ahí que la pareja de centrales del cuadro del Gordo Carmelo Faraone, compuesta por los Robertos Passucci y Mouzo, empujaran desde el fondo con objeto de intentar la salvadora patriada.
    Fue, precisamente, merced a un violento remate de Mouzo, desviado parcialmente por la Pantera Rodríguez, que Castelló le cometió penal al Tigre Gareca, de efectivo disparo desde los doce pasos para sellar a los 32' el 2 a 2 definitivo.
    El Campeonato Metropolitano 1983 le reportó a Boca una discreta séptima colocación en la tabla de posiciones. Para Racing, en cambió, significó la pérdida de la máxima categoría por primera -y única vez- en su historia bajo la conducción de Pizzuti, hacedor del Equipo de José que se consagrara a nivel local, continental y mundial. Ni siquiera pudo evitar que en la fecha de cierre del certamen Independiente, su tradicional antagonista, diera la vuelta olímpica en sus narices al batirlo por 2 a 0 en la ex Doble Visera de Cemento. Todo por la reinstauración en aquel año del maldito promedio de descenso.
   
                                     
                                                   La jornada esta aquí

       
   Boca (2): Gatti; H.Alves, Passucci, Mouzo y Córdoba; Vázquez (ST: Randazzo),Berta y Mendoza; Giachello, Gareca y Sotelo. Suplentes: Barisio, Comelles, Krasouski y Bachino. DT: C.Faraone.
   Racing (2): Rodríguez; Veloso, Castelló, Leroyer y Solari; O. Gizzi, Rinaldi y Marchetti; A. Gizzi (ST: Leiva), Orte y Magallanes. Suplentes: Wirtz, Azzolini, Rizzi y Díaz. DT: J.J. Pizzuti.
   Partido nocturno, jugado el miércoles 3 de agosto de 1983, correspondiente a la duodécima fecha del Campeonato Metropolitano del mismo año.
    Cancha: Boca Juniors.
    Público: 20.000.
    Total: 159.610 pesos argentinos.
    Árbitro: Teodoro Nitti.
    Goles: PT: 13', Gareca (B); 23', Rinaldi (R) y 35', Castelló (R). ST: 32', Gareca, de penal (B).
    Amonestados: Passucci (B) y Rinaldi (R).
    Incidencias: minutos antes de que se iniciara el encuentro, con los equipos y el referee ya posicionados en el campo de juego, la barra brava de Boca lanzó una bengala marina en dirección a la segunda cabecera del arco que da al Riachuelo, destinada a la parcialidad visitante, lo que le ocasionó la muerte instantánea a Roberto Alejandro Basile, hincha de Racing, al incrustarse el lumínico proyectil en su carótida. La Cúpula Directiva de ambos clubes, el árbitro y las fuerzas de seguridad determinaron que el cotejo se disputase de todas maneras.
 


  (1) El mote de Jugador nº 12 con que se conoce a la hinchada de Boca se remonta a la exitosa gira que realizara el equipo xeneize por Europa en 1925, cuyo saldo, tras desempeñarse en España, Alemania y Francia, arrojó 15 victorias, 1 empate y 3 derrotas. A la delegación auriazul se plegó Victorio Caffarena, un hincha fanático que no solo costeó parte de los gastos que demandó el periplo, sino que a su vez ofició de masajista, utilero y consejero espiritual de los jugadores. Asimismo, posaba con el once titular en la formación previa a los partidos. De ahí el apodo que fuera ratificado en la década de 1930  por la pluma del periodista Pablo Rojas Paz, del diario Crítica, más conocido como El Negro de la Tribuna.

(2) Al finalizar el Superclásico jugado el 19 de octubre de 1983, en el que Boca superara en cancha de Vélez  a River por 1 a 0, con gol de José Orlando Berta, por el Metro de ese año, se produjo en las inmediaciones del estadio José Amalfitani una gresca de fatales consecuencias entre las barras bravas de uno y otro equipo, en la que falleció Alberto Taranto, alias Matutito, uno de las cabezas visibles de la barra millonaria, quien fuera despedido con honores en pleno estadio Monumental.

(3) Rosario Central obtuvo la promoción a la máxima categoría al haberse adjudicado el Campeonato de Primera "B" 1985.



                                   
                               




 

 


 
   

 

 

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