sábado, 20 de febrero de 2016

           Las modernas edificaciones se expanden por toda la zona


           Caballito Norte parece mirar desde las alturas


           Al mismo tiempo que las sofisticadas torres arrasaron con
           las casonas características del barrio, las grandes cadenas
          de supermercados hicieron lo propio con almacenes y tiendas


                                       

       "La licorería dentro del placar...para ahogar los tiempos que ya nunca vendrán", reza una lejana canción de Fito Páez, alguna vez vecino de la zona. Es que el progreso irrumpió para nunca marcharse. Las modestas casonas de principios de siglo pasado sólo permanecen vívidas en la inmortalidad de los recuerdos. En su lugar, imponentes y fastuosas torres se yerguen -en sentido figurado y literal- a toda máquina, se apilan una al lado de la otra. Pareciera que el norte de Caballito se obstinó en ganar altura hasta rozar el mismísimo firmamento.
       Sin embargo, el aggiornamiento no es especialmente bienvenido por todos. Los persistentes ruidos de la obra de la modernidad ponen a prueba la capacidad auditiva de los iracundos habitantes de la vieja guardia. Ellos, en cambio, preferirían el otrora silencio casi insuperable de sus empedradas calles, apenas interrumpido allá a lo lejos por el pesado tránsito de colectivos propio de las avenidas Acoyte y Díaz Vélez. Los ocasionales transeúntes, a la par, no maldicen los sofisticados edificios, sino al estado de las veredas, las cuales -en paradójico contraste- abundan en baldosas hundidas, residuos de perro e improvisados basurales. "Les voy a hacer limpiar la c... con la lengua", amenaza una sexagenaria vecina, quien por enésima vez procederá al rito de baldear el frente de su casa.
       Con todo, el norte caballitense es lo suficientemente versátil tanto para ofrendar  sus bondades a la educación, como para generar beneficios a sus comerciantes. Por caso, la Universidad Maimónides, erigida sobre la calle Hidalgo, no sólo constituye un fluido caudal de estudiantes, de amplio espectro de nacionalidades, ávidos de forjarse un futuro mejor. Asimismo, posibilitó la resurrección de los tradicionales bares en derredor suyo, famélicos de nuevos clientes. Hacia allí acuden, por tanto, los alumnos de la facultad, acaso deseosos de saciar sus ansiedades intelectuales.
       Entre los que no fueron capaces de sobrevivir al vendaval del progreso, destacan las almacenes, bastiones de todo barrio que se precie. Su certificado de defunción lo firmaron las grandes cadenas de supermercados, como Jumbo o, más recientemente, Walmart, cuya flamante estela se adecua al incipiente verde del boulevard emplazado sobre Honorio Pueyrredón. Los autoservicios de origen chino, cómplices involuntarios de aquéllos aunque a la vez menos espectaculares, se multiplican cuadra a cuadra. Sus clientes, que los acusan de comprensión selectiva del castellano -léase, cuando les conviene- suelen preguntarse: "¿Son o se hacen?".
       El monumento al Cid Campeador, presa de recurrentes profanaciones, ya está en condiciones de burlar los barrotes que lo cercan y valerse de su estirpe de guerrero. Las indestructibles torres que lo rodean, cuyos cimientos se solidificaron en el advenimiento de la modernidad, se encolumnan cual aliados infranqueables. Nada ni nadie podrá meterse ya con el intimidante norte de Caballito, que si bien conserva sus dotes de hospitalario, su robustez inagrietable y su vitalidad en auge lo tornan inexpugnable.



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