¿Conciencia social precoz? De ningún modo. Hipócrita de mí, si pretendiera hacer creer que con seis años aspiraba a convertirme en el Marcelo Marcote de la militancia política. Sin embargo, desde que esbocé mis primeras nociones, se me había enseñado a admirar la investidura del persuadido señor oriundo de Chascomús que solía batir sus manos hacia el lado izquierdo en señal de victoria, cuyo exhausto semblante predominaba en el retrato a gran escala que mi papá, de filiación radical, hizo colocar en el despacho de su oficina. Fue así que, hace exactamente 30 años, el domingo de Pascuas del 19 de abril de 1987, asistí a la lección fundamental: manifestarle de cuerpo presente mi irrestricto apoyo al presidente de la Nación, Raúl Ricardo Alfonsín, protagonista excluyente de una incipiente democracia en peligro, a instancias del recrudecimiento del original de los cuatro alzamientos carapintadas, denominado Operación Dignidad (1).
Ya en pleno trayecto hacia Plaza de Mayo, centro neurálgico de las más apoteósicas gestas patrióticas, mi padre, con inusual pedagogía, procedió a explicarme la sutil diferencia entre los soldaditos de plástico con los que tanto disfrutaba jugando echado en las alfombras de casa y los de armas tomar, quienes habían embadurnado sus rostros con betún en inequívoca señal de combate. El caótico tráfico vehicular garantizaba un viaje holgadamente demorado que otorgaba a mi viejo la posibilidad de explayarse a voluntad. En lo que a mí respecta, solo bastaría con que prestara la atención que escatimaba al tramo inicial de mi instrucción primaria.
No bien se estrenó como jefe de Estado en 1983, el doctor Alfonsín impulsó la creación de la CONADEP (Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas), cuya pormenorizada investigación expuso fehacientemente las atrocidades cometidas por el saliente Proceso de Reorganización Nacional. En ese sentido, promovió dos años más tarde el Juicio a las Juntas -en el que el fiscal Julio César Strassera pronunció la legendaria frase "nunca más"-, que derivó en la condena de cinco capitostes de la última dictadura cívico-militar: Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera, Roberto Eduardo Viola, Armando Lambruschini y Orlando Ramón Agosti (2).
De allí el creciente malestar de los elementos castrenses, que se inició con la revocación de la Ley de Autoamnistía promulgada bajo el mandato del último presidente de facto, Reynaldo Benito Bignone (3), con el propósito de avalar los crímenes de lesa humanidad cometidos por las Fuerzas Armadas, y que no cesaría con la implementación del Punto Final (1986).
La polémica resolución, sancionada durante el gobierno constitucional de Alfonsín, benefició sustancialmente a los responsables de la instauración del Terrorismo de Estado puesto que -entre otras medidas- se determinó la abstención de acción penal contra todo aquel que hubiese incurrido en vejamen a los Derechos Humanos -desaparición forzada de personas, torturas, apremios ilegales, homicidios, etc- antes del 10 de diciembre de 1983, fecha de la asunción del chascomusense. Fue por ello que Madres y Abuelas de Plaza de Mayo convocaron a una masiva marcha de repudio a la que adhirieron sectores de izquierda, miembros del autoproclamado peronismo revolucionario e integrantes de la CGT (4).
Aun pese al desprocesamiento de más de 750 represores, permanecían enjuiciados alrededor de medio millar de uniformados. Entre ellos, el exmayor Ernesto Barreiro, quien en la vigilia del Jueves Santo de 1987 -tan solo cuatro días después de que hubiera concluido la segunda visita del papa Juan Pablo II a nuestro país( 5)-, se acuarteló en el Comando de Infantería Aerotransportada 14 del Tercer Cuerpo del Ejército de su Córdoba natal, al que había sido confinado por la Justicia Militar pues se rehusaba a comparecer ante la Cámara Federal de Apelaciones de aquella provincia por las acusaciones de asesinato y tortura que sobre sí -ya destituido de su grado militar- recaían.
Así, se inició la tristemente célebre asonada carapintada, encabezada por el entonces teniente coronel Aldo Rico, quien había abandonado su misión en el Regimiento de Infantería de San Javier (Misiones) para acantonarse en la Escuela de Suboficiales General Lemos, ubicada en la localidad bonaerense de Campo de Mayo. Allí, el líder de los amotinados exigía no solo el cese de los juicios contra sus camaradas de armas por los crímenes de lesa humanidad perpetrados por los mismos durante el proceso, a quienes consideraba relegados en el encausamiento a favor de las altas esferas a las que se habían subordinado, sino a su vez la remoción de su cargo del Jefe del Estado Mayor del Ejército, General de División Héctor Luis Ríos Ereñú (6).
Nobleza obliga, mi improvisado maestro había dado cátedra. Próximo(s) a arribar a destino, descubrí que mi prematuro intelecto había retenido más conceptos de lo que hubiera imaginado, al margen de ciertos tecnicismos que ofrecían resistencia a mi capacidad de comprensión, por cuanto padre e hijo nos dispusimos a obrar de partícipes activos de una jornada única, indeleble, perenne.
"No se atreven, no se atreven...si se atreven, les quemamos los cuarteles", entonaba al unísono la heterogénea muchedumbre que sobre el mediodía de la pascua dominical se había congregado en Plaza de Mayo. Definitivamente, el pueblo había hecho "tronar el escarmiento", tal como vaticinara Juan Domingo Perón en su tercera presidencia. No es casual la referencia al General. A los correligionarios de la UCR, tanto a los que lucían las boinas blancas a la antigua usanza como a los impetuosa muchachada de La Coordinadora y a los simples radichetas anónimos, se les habían sumado la abrumadora mayoría de las vertientes políticas.