Emilia Basil, la turca descuartizadora
Poco le importó a Emilia Basil que en 1943 su República del Líbano natal hubiera logrado, en pleno desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, la independencia de Francia. En cambio, su noción de emancipación consistía en un itinerante anhelo personal, aun a expensas del calor familiar. En procura de un venturoso porvenir, abandonó su país de origen y, luego de un interminable periplo, el precario buque de carga que había abordado la depositó en el puerto de la Ciudad de Buenos Aires, capital de Argentina, en la que se afincaría definitivamente.
Frustrado su intento original de asentarse en Santiago del Estero, una de las provincias predilectas por la inmigrantes libaneses en territorio argentino, La Turca -tal el mote con el que se la identificaba-, regresó a la gran urbe y se instaló en una pensión aledaña a la zona portuaria, propiedad de Dora Ramos, quien la introdujo al idioma castellano que en principio tanto le había costado dominar. En el modesto hospedaje, Basil no solo se desempeñaba en tareas relacionadas con el mantenimiento, sino también en la cocina, fundamentalmente porque a la titular del parador le fascinaban las exquisiteces preparadas por los forasteros que allí recalaban.
Pese a la comodidad que le reportaba su trabajo casero, La Turca, después de desenvolverse efímeramente como costurera, se alistó en las filas del Frigorífico Wilson, en el que si bien destacó como despostadora al exhibir una técnica depurada en el troceo de la carne, más sorprendió a sus compañeros laborales -quienes apenas incorporada al establecimiento la habían apodado La Vieja- por su capacidad para cargarse media res vacuna al hombro y trasladarse con tamaño lastre de un extremo al otro de la planta.
Los rudimentarios modales de Basil no disuadieron la seducción que por ella sentía Aníbal Felipe Coronel Rueda, asiduo cliente del frigorífico, a la vez que encargado de adquirir la carne para el restaurante en el que se empleaba.
Músico de vocación, el peruano, autor del vals Estrellita del Sur, propició el acercamiento con la mujer trece años mayor que él, en primera instancia renuente a los coloquios íntimos.
Tal fue la perseverancia del incaico que apenas sucumbió la libanesa a sus encantos, contrajeron enlace, si bien provisto de intercambio de anillos bendecidos, carente a su vez de formalización legal. De la consumación de la inusual ceremonia sobrevino el fruto de la unión matrimonial: Florinda Esperanza, Rosa Isabel y Mirta Emilia, en ese orden.
En perspectiva, no obstante, la relación entre doña Emilia y Coronel Rueda distó de resultar idílica. El peruano -afín al bohemiaje tan característico de la noche porteña de la época- solía ausentarse frecuentemente de su hogar al emprender largos tours por distintos países de Sudamérica con objeto de encauzar su ya decadente carrera musical, que apenas si le otorgaba regalías por derecho de autor a través de SADAIC. De ahí la precaria economía familiar, lo que obligó a Basil -entonces devenida ama de casa- a reinsertarse en el ámbito laboral.
Acaso avalada por sus auspiciosos antecedentes culinarios, La Turca adquirió en 1959 a su dueño, José Petriella, el bar y restaurante de la avenida Juan de Garay 2201 esquina Pasco, del barrio de San Cristóbal, al que rebautizó como Yamile, nombre que en idioma árabe alude a una mujer grácil, hermosa.
Eso sí, las tratativas con el expropietario del local, oriundo de Italia, que respondía al alias de Pepino, se tornaron sumamente engorrosas. Pese a que el europeo aceptó -a regañadientes- la oferta de Basil de serle abonado parte en efectivo y el resto en sucesivas cuotas, estableció como condición insalvable para finiquitar el traspaso permanecer en el sucucho interno del comercio en el que moraba. De esa manera, las partes intervinientes en la operación pasaron a residir bajo el mismo techo, pues allí decidieron instalarse también la libanesa y su familia.
No obstante el esmero con el que Basil se dedicaba a sus menesteres, el negocio pareció abocarse al fracaso desde el comienzo. Más allá de la paupérrima labor de Coronel Rueda como administrador, entre la clientela no predominaba justamente los que se deleitaban con las delicias que doña Emilia despachaba -no sólo preparaba típicos platos arábigos, como kebabs, tabules y keppes, sino asimismo pucheros y guisos ciento por ciento autóctonos-, como los afectos a empinar el codo, a quienes La Vieja no titubeaba en poner de patitas en la calle si alteraban en exceso el comportamiento de la casa.
En realidad, Yamile apenas si subsistía con el asiduo aunque módico aporte de los trabajadores del cercano Teleonce -hoy Telefe-, ubicado entonces en Pavón 2444. Por lo demás, las deudas para con los proveedores de mercadería y el atraso en el pago de impuestos se transformarían paulatinamente en una constante. Inclusive, la mora alcanzó los intereses de Petriella, quien a lo largo de los años le había prestado a La Turca entre 7000 y 8000 pesos que esta destinó mayoritariamente a la compra de una vivienda de fin de semana en Parque Leloir, contigua a la estación Castelar del exFerrocarril Sarmiento.
Aun sabedora del apremio financiero que la cercaba, doña Emilia se permitió el lujo de establecer una escala de prioridades en lo que a saldar cuentas pendientes concierne. Es cierto, no disponía del dinero suficiente como para devolver a Petriella el desinteresado préstamo que el italiano le había realizado. Sin embargo, la libanesa había pergeñado una artimaña inmejorable proclive a seducir ad honorem al desprendido y querendón Pepino. Favor por favor, que le dicen...
Hay amores que matan...
A diferencia del disperso Coronel Rueda, quien solía prolongar indefinidamente las noches de juerga junto con sus amigotes improvisando payadas de dudoso gusto, doña Emilia había descubierto que, mientras laboraba en la cocina, Petriella la miraba con indisimulable lascivia, escudado en la penumbra del largo corredor que desembocaba en las habitaciones traseras del local.
No obstante, a Basil le traía sin cuidado la libidinosa conducta del itálico. Es que hacía tiempo ya que había renunciado a entregarse al placer carnal. Más aún, se rehusaba sistemáticamente a cumplirle el sueño a su esposo de concebir el hijo varón que lo desvelaba casi tanto como las farras nocturnas con las que el músico se perdía. Por otra parte -y no por ello menos importante- a La Turca no le apetecía en lo más mínimo involucrarse sentimentalmente con el sexagenario Pepino, al que consideraba un consumado hermitaño que solo abandonaba su reclusión autoimpuesta en su cuchitril para dirigirse a su trabajo, en la compañía desratizadora Desin.
Con todo, Basil no tardó en concluir que precisamente en la irrefrenable devoción que le profesaba Petriella residía tanto la salvación de su declinante negocio como la conservación de la austera habitación, en la que se hacinaba con su cónyuge e hijas, las únicas personas en el mundo por las que La Vieja ofrendaba su mismísima vida.
Fue así que, aun en dirección diametralmente opuesta a su voluntad, doña Emilia propició el acercamiento, siempre al amparo de la madrugada, horario idóneo para los encuentros íntimos al coincidir estos tanto con el pico de intensidad de los interminables jaleos de Coronel Rueda y afines, como con la placidez del sueño de las tres niñas, Florinda Esperanza, Rosa Isabel y Mirta Emilia.
La sorpresiva insinuación de Basil descolocó por completo a Pepino, ¡si la quía había desconocido sus adulaciones, piropos e intentos de cortejo desde el vamos! Por supuesto, cuando su Dulcinea golpeó la puerta de su dormitorio y -sin mediar palabra alguna- se tendió boca arriba en sus aposentos, el oriundo de Italia no vaciló: se abalanzó sobre su partenaire y, jadeante, se dispuso a saciar sus más primitivos instintos, torpes embestidas pélvicas mediante.
Gozo solitario, el de Petriella: la impertérrita doña Emilia apenas si se limitó a soportar imperturbable sus embates pudendos. Tal sería la constante que signaría las sesiones amatorias que procedieron a la inicial, hasta que el hombre se enamoró perdidamente. A ese respecto, el europeo le propuso reiteradamente irse a vivir juntos a la libanesa, lejos del restaurante Yamile, no sin antes confesarle a Coronel Rueda la verdad del estrecho lazo que ambos mantenían a sus espaldas.
Completamente obnubilado, Pepino no fue capaz de advertir que jamás había contado con el favor de Basil ni que esta solo había provocado el approach con objeto de salvaguardar su negocio y -por consiguiente- la prosperidad económica de su familia. Además, La Turca rechazó enfáticamente la posibilidad de la convivencia, y -para peor- le comunicó su determinación de romper el prohibido vínculo de largos años de duración.
Más -mucho más- por despecho que por imperiosa necesidad, Petriella, amén de zamarrear y amenazar a doña Emilia con revelarle detalladamente todo lo sucedido a Coronel Rueda, conminó a su interlocutora a saldar de inmediato la onerosa deuda que por más de una década había contraído aquella con el europeo en concepto de alojamiento, fondo de comercio y hasta de los sucesivos préstamos efectuados por Pepino para que La Vieja pudiese adquirir su chalet de Castelar.
Si bien intimidada de dicho y hecho por el sonoro ultimátum de Petriella, Basil ratificó su voluntad, lo que potenció la enceguecida inquina del italiano, quien se valió de una gruesa soga de nylon con la que pretendió ahorcar a la libanesa.
Aún con la respiración entrecortada, doña Emilia se las apañó para elucubrar una efectiva maniobra disuasoria: apelar a la mentada incontinencia hormonal de Pepino. Bastó solo una tenue caricia en su rostro para que el hombre cesara en su tentativa de estrangulamiento e ilusionara con la reconquista.
La fatal distracción le brindó la chance a la otrora víctima de revertir los papeles hasta forzar el colapso del ingenuo y ya inerme sexagenario. Así, una vez que cayó -y calló- Petriella aparatosamente al suelo, La Turca -en decidida pose de dominatriz- posicionó uno de sus pies sobre el pecho del yacente cuerpo y se aseguró, al comprimir enérgicamente su tráquea, de arrebatarle hasta la última brizna de vital oxígeno. Por fin, Emilia Basil se percató de que había asesinado a José Petriella.
Eran las 04.15 del sábado 24 de marzo de 1973, fecha inexorablemente relacionada con tragedias de magnitud incalculable para nuestro país, aunque para La Turca el día no había hecho sino empezar. Aguardaba por ella -al igual que en las subsiguientes- una jornada ajetreada, exhaustiva, contradictoria, reveladora...condenatoria.
La maquiavélica cocina del crimen
La verdad es que a doña Emilia no pareció inquietarle en absoluto su condición de homicida. Por lo contrario, la alivió percatarse de que ya no se prestaría como durante años a la extorsión sexual de Petriella, quien asimismo osara atentar contra la -precaria- economía de su familia.
Es más, estaba convencida de que había resultado infalible la primera parte de su ardid criminal, pues nunca interrumpió el descanso de sus hijas ni el de su esposo, así como tampoco promovió el alerta de los vecinos del comercio.
Empero, mientras arrastraba el cadáver de Pepino desde la habitación situada en el altillo en el que aquel residía hasta la cocina del local, provista de la misma soga con la que el infortunado italiano había intentado ultimarla, Basil cavilaba respecto de cómo desechar los restos mortales. Ni siquiera detuvo su marcha la rotura en pleno trayecto del grueso cordel con el que remolcaba al voluminoso occiso, de un peso corporal de 100 kilogramos: dotada de su innata fortaleza física, cargó el inerte cuerpo a pulso, para transportarlo hacia su destino momentáneo.
Apenas pisó la cocina -en rigor, su usual sitio de operaciones- La Vieja divisó dos grandes cajones de madera en los que solía almacenar frutas y verduras, que decidió emplear para esconder allí el robusto cadáver.
Pese a que originalmente la empresa se insinuara inviable, Basil acabó por lograr su cometido al sentar a Petriella, lo que fue posible al empujar denodadamente la cabeza contra el estómago del muerto, de manera que, doblado, el cadáver -cubierto con bolsas de arpillera- yaciera íntegramente oculto. De esa manera, la libanesa, impasible, concluyó la fase inicial de su macabro raid, tras lo que previo sosegado reposo nocturno dedicó el resto del sábado 24 de marzo en el que estranguló a su indeseado amante a sus acostumbrados quehaceres en el local gastronómico.
Al día siguiente, la hacendosa doña Emilia despertó a las dos de la mañana, aunque no mucho más temprano que lo habitual. Sin dilaciones, se dirigió a la cocina, en la que después de darle unas pocas pitadas a un cigarrillo, dedujo que no tenía más alternativa que apelar a sus vastos conocimientos culinarios y de despostadora de reses, si realmente quería descartar semejante lastre.
En ese sentido, al tiempo que se dispuso a preparar el menú característico de Yamile para el domingo 25, colocó a calentar agua en hondas ollas de aluminio antes de proceder a descuartizar a la víctima.
Primeramente, desnudó al malogrado Petriella quitándole pantalones, medias, camisa y calzoncillos. A continuación, sin siquiera inmutarse, seccionó miembros superiores e inferiores con dos cuchillas de 20 y 30 centímetros cada una -convenientemente afiladas en piedra- hasta reducirlos a minucias. A medida que brazos y piernas hervían en las cacerolas a las que habían sido destinadas, la despiadada asesina decapitó a Pepino y redujo su cabeza con una sapiencia que envidiaría el más reputado de los jíbaros. Incluso, asó los cabellos -que al cocerse se desprenden de la cabeza- de modo que esta ocupara menos espacio en el recipiente que La Turca escondió en el ropero del cuarto que compartía con Coronel Rueda, ausente por diligencias que debía realizar en la ciudad de La Plata.
Si bien formó parte del cruento troceo, Basil desistió de cocinar el torso puesto que carecía de utensilios lo bastante grandes para ese fin. En su lugar, luego de deshuesarlo, lo botó a la calle -junto con los genitales-, escudado en un cajón de madera, esperanzada de que los despojos fueran recolectados por el camión de residuos.
Al mediodía, doña Emilia creyó culminada su espeluznante obra al contemplar que la clientela del establecimiento devoraba con renovada enjundia guisos y empanadas sin notar perturbado su sabor. De prepo, Basil los había empujado a incursionar en el canibalismo...aunque no se enterarían sino hasta pocos días más tarde.
Quien sí percibió enrarecida la atmósfera en Yamile fue uno de sus estoicos parroquianos, Francisco Petriella, llegado a nuestro país desde Italia con la finalidad de emular la bonanza usufructuada en un comienzo por su hermano José.
Extrañado porque Pepino incumplió su promesa de visitarlo en su quinta de Villa Domínico, Francisco -de las honrosas excepciones en saber del turbulento amorío entre su más preciado familiar y doña Emilia- enfiló directamente hacia la pocilga del altillo para develar el misterio que tanto lo intranquilizaba.
Allí, se topó con La Vieja, a quien consultó acerca del paradero de "Giuseppe", si se atiende al cocoliche con el que se comunicaba con el prójimo. No lo satisfizo la evasiva explicación; más aún, al inspeccionar ocularmente la habitación, localizó en un estante el maletín con las herramientas de trabajo que -según aseverara Basil- Pepino había llevado consigo a su empleo en la compañía desratizadora.
Temeroso de que la contradicción de la libanesa encubriera un episodio desgraciado, Francisco se personó el lunes en la comisaría décimo octava, situada en avenida San Juan 1757, a efectos de denunciar la desaparición de su pariente.
A la misma dependencia acudieron telefónicamente los vecinos de la zona, espantados por el fétido hedor que emanaba el cajón de verduras del que a su vez fluía un profuso charco de sangre, que alguien había dejado a unos metros de la entrada principal del restaurante.
En representación de aquellos, una mujer -habitué del local- anotició del maloliente bulto a Florinda Esperanza, la mayor de las hijas de doña Emilia, con quien discrepaba respecto de que el desagradable hallazgo radicara en el descuido de alguno de los proovedores del negocio.
Por increíble que resulte, fue la propia Basil quien, después de deliberar con la vecina y su primogénita, solicitó la presencia de las fuerzas policiales, a las que acaso pretendía embaucar con una vil coartada.
La orden de allanamiento se expidió la mañana del miércoles 29 de marzo de 1973. Alrededor de las 10.30, los guardianes del orden destacaron sus efectivos en la periferia de Yamile. Allí, al descubrir el maloliente envoltorio, dieron con un torso humano putrefacto, perteneciente al género masculino, de edad adulta, según la auscultación preliminar efectuada por el médico legista que acompañaba a los pesquisas. De inmediato, los restos fueron secuestrados y trasladados a la seccional con jurisdicción en la zona, en la que el facultativo actuante en el caso precisó que los despojos correspondían a un hombre de aproximadamente 60 años, cuyo fallecimiento se había producido hacía cinco días.
Tal exposición se ajustaba fielmente al perfil descrito por Francisco Petriella, a instancias de la denuncia que este había labrado el lunes anterior como consecuencia de la desaparición de su hermano José. A la probable evidencia se adosó el conocimiento de que el sexagenario italiano residía en una pieza interna del comercio gastronómico que regenteara hasta que en 1959 fuera "adquirido" -así, entre comillas- por doña Emilia, la última que lo había contactado previa misteriosa ausencia.
A ese respecto, se montó la misma tarde del miércoles un segundo operativo, aunque a diferencia del que lo antecediera, la requisa se centró exclusivamente en la cocina del restaurante, en donde la comitiva policial divisó en una mesada un paquete envuelto en capas alternadas de papel madera y plástico que instó a descubrir a Rosa Isabel, la hija del medio de Basil y Coronel Rueda.
Acatada la indicación, los estupefactos agentes se toparon con la cabeza en miniatura de un ser humano adulto. Faltaba más: del horno principal se extrajeron dos enormes asaderas que contenían restos seccionados de brazos y piernas.
El interrogatorio de los oficiales fue lo suficientemente persuasivo como para que, después de ensayar un tenue atisbo de defensa, doña Emilia confesara, lacónica, el aberrante asesinato. Por tanto, la descuartizadora fue detenida, en carácter de incomunicada, y alojada en la dependencia 18va, hacia la que también condujeron a Coronel Rueda no bien regresara el peruano de realizar trámites en La Plata. Sobre este último, sin embargo, no pesaba exactamente una orden de aprehensión: tan solo había sido hospedado en la seccional porque el local gastronómico permanecería clausurado hasta tanto se cumplimentara la reconstrucción del crimen, por lo que el músico carecía de un sitio en el que pernoctar.
Aun así, los pesquisas teorizaban acerca de una posible confabulación entre el (¿ex?)matrimonio, después de que el primero se enterara del vínculo non sancto que unía a la mutiladora con Petriella, porque -sencillamente- se rehusaban a creer que La Turca hubiera sido capaz de acarrear un cuerpo de semejante envergadura sin precisar ayuda externa. De hecho, se había requerido la intervención de dos robustos policías para trasladar el cajón que contenía el torso en estado de descomposición desde el lugar en el que fue hallado hasta el celular que lo trasladó hacia la morgue judicial.
Sometida a la declaración indagatoria, no obstante, Basil se encargó de eximir de toda responsabilidad tanto a sus tres hijas como a Coronel Rueda. Al persistir sobre sí la mirada escéptica de las autoridades, doña Emilia les gritó su verdad al tiempo que se golpeaba el pecho cual Tarzán : "Ustedes deben creerme porque lo hice yo sola y, además, no tengo por qué mentirles". Eso sí, la libanesa negó haber intimado alguna vez con Petriella, de cuyo monstruoso asesinato juró y perjuró no arrepentirse en absoluto. Es más, afirmó que de haber dispuesto de un automóvil en el que acarrear los despojos de la víctima a fines de hacerlos desaparecer, el crimen jamás habría sido descubierto.
El juez nacional en primera instancia en lo criminal de instrucción, doctor Juan Carlos Liporace, quien caratuló la causa como homicidio simple, aprobó la reconstrucción del hecho, a llevarse a cabo el viernes 6 de abril, a cinco días de que se cumpliera un mes del triunfo de la fórmula Héctor Cámpora-Vicente Solano Lima (FreJuLi) en las elecciones presidenciales, con lo que se garantizaba la restitución de la democracia tras siete largos años de gobiernos dictatoriales .
Se estima que más de 1000 concurrentes atestiguaron el procedimiento, entre curiosos, periodistas-como aquel que estuvo al borde de sufrir un apercibimiento al pretender ingresar sin permiso en el negocio-, y vecinos que defendían la honorabilidad de Basil ."Yo abastecía al negocio de frutas y verduras, y la señora siempre me pagó religiosamente. Siempre que llegaba al restaurante, ella me convidaba con algo fresco y hasta me invitaba a almorzar", alegó el proveedor José Ferreri, quien moraba en las adyacencias de Yamile.
Claro que entre la multitud asomaban, en contrapartida, las voces detractoras que suscribían el desgarrador testimonio que Francisco Petriella formulaba ante las cámaras de televisión: "Ella (por doña Emilia) no lo hizo sola, ¡tuvo cómplices!".
De repente, comenzó a oírse a la distancia el atronador ulular de las sirenas de un camión furgón de la Policía Federal. Era el celular número 2429 en el que viajaba Emilia Basil, enfundada en su sempiterna vestimenta: pollera verde, suéter de lana negro, zuecos blancos y anteojos de grandes marcos.
Cerca de las 10 de la mañana, cabeza gacha y esposada , La Vieja -que verdaderamente parecía haber envejecido luego de unos cuantos días en la gayola- descendió del rodado custodiada por un sargento y el subcomisario de la seccional décimo octava, Alberto José Bianchi, quienes de un brazo introdujeron a la homicida dentro del restaurante aunque por una entrada alternativa a la puerta principal, para lo que se consignó a un auxiliar que forzara el levantamiento de la cortina metálica.
Durante el dispositivo, en el que se prohibió el acceso a los trabajadores de prensa, flanquearon a doña Emilia, Marta Isabel Citarella y Fernando Bulcourf, abogados de la asesina. contrariamente al juez Liporace, que solo se limitó a verter declaraciones de ocasión merced al secreto de sumario que pesaba sobre la causa-, los asesores legales detallaron los pormenores de lo acaecido en el interior de Yamile.
A instancias de los asociados letrados, de amistosa relación con Basil y su familia -inclusive, Citarella la apodaba cariñosamente abuela-, trascendió que en la reconstrucción del asesinato -en el que se reemplazaron las seccionadas partes corporales de José Petriella por piezas anatómicas de yeso que a la postre fueron enviadas al Museo Policial- fue tal el realismo con el que la libanesa recreó las escenas del escalofriante crimen, que hubo que interrumpir el operativo en cuatro oportunidades habida cuenta de las sucesivas indisposiciones que padeció la mutiladora.
Al corroborar los averiguadores la extraña relación...comercial entre víctima y victimario en oportunidad de un nuevo interrogatorio, La Turca admitió que había desviado parte del dinero que Petriella solía abonarle para la subsistencia del fluctuante restaurante con el objetivo de adquirir el chalet de Castelar -tasado en varios millones de pesos de entonces-, aunque a su vez recalcó que nunca había presionado a Pepino para ello y que la operación solo respondía a su voluntad de cristalizar su anhelo prioritario, esto es, velar por la seguridad y tranquilidad de sus tres hijas.
Por lo demás, Basil ratificó su postura de atribuirse enteramente el asesinato -"no me arrepiento para nada", manifestó con insistencia -, lo que redundó en la exención de culpa y cargo que potencialmente podría haberle cabido a Aníbal Felipe Coronel Rueda.
Para el anecdotario: a efectos de cerciorarse de la autenticidad de la descomunal fuerza de que la homicida se valió para liquidar a Petriella y cargar -sola- con sus despojos, se produjo una situación tragicómica en medio del procedimiento: un agente de policía, de maciza complexión física, ¡retó a una pulseada! a doña Emilia, quien no titubeó en aceptar el desafío. ¿El resultado de la contienda? Mal que le pesara, al uniformado le costó una enormidad obtener una ajustada victoria...
Luego de que los investigadores hubieran extraído reveladoras conclusiones con las que comenzar a delinear el esclarecimiento del escalofriante crimen, el oficial de justicia Horacio Raúl Rodríguez de la Vega declaró ante el atosigamiento de periodistas y curiosos que "la mujer certificó todo el hecho que recogiera la prensa". Y añadió: " El delito continúa siendo calificado como homicidio simple, pues no se ha comprobado hasta el momento premeditación ,que es calificante de gravedad para el juicio". Paralelamente, el médico legista y el psiquiatra de la Policía Federal que asistieron a la descuartizadora durante el dispositivo coincideron en afirmar que la abuela no presentaba "personalidad anormal" y que había actuado "en pleno uso de sus facultades".
Pese al ingente esmero de sus abogados por que saliese indemne del asesinato en perjuicio de José Petriella, el juez de sentencia, Salvador María Lavergne, atendió al pedido de la inflexible fiscalía y condenó a Emilia Basil a purgar 16 años de prisión efectiva.
Fue allí que Pedro Bianchi, quien se acopló a Marta Citarella y Fernando Bulcourf en la misión de defender lo indefendible, logró que se proclamara la nulidad del fallo, con lo que el proceso recayó en el juzgado de Jorge Sandro. De todos modos, este último no resultó mucho más benévolo que su colega: la Turca fue exhortada a cumplir una pena de exactamente una década en la Cárcel de Mujeres Buen Pastor, del barrio capitalino de San Telmo.
Sin embargo, Basil salió de prisión en noviembre de 1979, cuando recién habían transcurrido seis años desde que se le ordenara su confinamiento penitenciario. Hay quienes aseveran que, apenas se decretó su libertad condicional, la homicida se dirigió por última vez hacia la intersección de la avenida Juan de Garay y Pasco, (ex)restaurante Yamile. En el lugar, un sorprendido vecino de San Cristóbal quiso saber si pensaba retornar al barrio en el que otrora viviera y se empleara. "¿Y a usted qué le importa?", le espetó al igual que había hecho con el guardiacárcel que le había preguntado por su destino inmediatamente posterior al de su estancia en prisión.
Aquella fue la última vez que se supo de La Vieja. Aun con el sadismo con que asesinó, decapitó y -por fin-descuartizó a José Petriella, el suyo fue relevado, relegado por una proliferación de asesinatos, feminicidios y crímenes de diversa índole -muchos de ellos irresolutos- que se perpetuarían en los anales de las crónicas policiales argentinas, entre los que sobresalen el caso del padre Carlos Mujica (1973), pasando por el de José Ignacio Rucci (1974), el de la doctora Cecilia Giubileo (1985) , el de Alicia Muñiz (1988), el de Nair Mostafá (1989) y el de María Soledad Morales (1990), hasta llegar al de Carolina Aló (1996), el de José Luis Cabezas (1997) o los de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán (2002), por mencionar solo algunos.
Recién en 2005 la protagonista de esta macabra historia recobró la entidad perdida, como consecuencia de la brillante interpretación que de Emilia Basil ejecutó la actriz Cristina Banegas en el ciclo televisivo Mujeres Asesinas, emitido por Canal 13 (2). Por espacio de una hora, los contemporáneos al sangriento crimen volvieron a experimentar el espanto de aquellos días, mientras que las nuevas generaciones se enteraron de que allá a lo lejos en el tiempo existió una viejita, aparentemente venerable e inofensiva, dispuesta a todo. A TODO.
(1) Luego de que desde la morgue judicial sus restos mutilados le fueran entregados a su hermano, José Petriella fue inhumado el martes 3 de abril de 1973 -no hubo velatorio- en el Cementerio de Flores, en el pabellón de tránsito número cuatro, catre 338. Previamente al entierro, el cortejo fúnebre se detuvo en la finca situada en la avenida San Juan al 1500, domicilio de la compañía desratizadora Resin, en conmemoración del que fuera uno de los mejores empleados de la firma, en donde se desempeñara durante 15 años) .
(2) Las versiones mexicana y colombiana de Mujeres asesinas adaptaron con gran aceptación el caso Emilia Basil.
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